Viajes de una guajira: El valle de gigantes de Vietnam

En las faldas de las pocas montañas que tienen una base alrededor, los vietnamitas han levantado templos de madera y piedra, donde honran y agradecen a la naturaleza tanta belleza, tanta abundancia, tanto privilegio.

Viajes de una guajira: El valle de gigantes de Vietnam
Los macizos de piedra caliza del valle de Tràng An conectan entre sí formando pequeñas cordilleras. Fotos: Iris Cepero.

Por Iris Cepero*

El remero de nuestro sampan tenía una edad indefinida, entre 35 y 70, así de sobria e inexpresiva era su cara de nariz gruesa, un poco grande para el tamaño de los ojos negros. El pelo bien cortado emergía por los laterales del sombrero cónico, y la camisa azul cubría una piel tensa, tostada y un cuerpo magro, como de adolescente. Pero pronto supimos que esos escuálidos brazos eran capaces de mover a paso certero la embarcación cargada con cuatro cuerpos, más el suyo, sobre las tranquilas y poco profundas aguas de Tràng An, durante tres horas, sin aparente esfuerzo. Se llama Huy, que significa resplandor.

Tràng Ann, adonde llegamos casi al final de nuestro viaje de sur a norte a lo largo de Vietnam, queda a siete kilómetros de la ciudad de Ninh Binh, a dos horas de Hanoi y no lejos del fértil delta del río Rojo en su camino hacia el Golfo de Tonkín. Los macizos de piedra caliza de este valle conectan entre sí formando pequeñas cordilleras, otros se yerguen casi verticales en medio de un intrincado sistema de canales, algunos de ellos navegables por pequeñas embarcaciones como la nuestra y otros subterráneos que se pierden y reaparecen en 48 cuevas. Tan hermosa, valiosa y única es la zona que la UNESCO declaró al Complejo Paisajístico Escénico Tràng An Patrimonio de la Humanidad en 2014 por su Valor Universal Excepcional.

Cuando nuestro sampan tomó la primera curva apenas unos minutos luego de zarpar, y ya acomodados correctamente los cuatro pasajeros –nos pusieron con una pareja de veinteañeros, ella francesa de la Normandía, y él, un inglés de Bristol quienes parecían estar en los inicios del romance, igualmente tensos y encantados el uno con la otra-, salimos a un canal mucho más estrecho que las aguas del embarcadero. Ahí  la selva cubría cada centímetro de las montañas, con vegetación espesa de caoba india, ñame chino, madreselva, higueras, enebros, orquídeas y otras con unas 300 variedades de plantas, muchas de ellas endémicas. Escoltando el bote, una familia de patos seguía la corriente de agua, y las isletas de nenúfares se movían a un lado y otro casi imperceptiblemente, hasta chocar con los helechos hacinados junto a la base de las montañas. En la casa de Monet en Giverny, quien modeló su jardín de nenúfares pensando en paisajes como este, el lago es pequeño y caminable, pero aquí los humedales parecen perderse uno en el otro, jugando al escondido detrás de las cordilleras. De  de no ser por estos sampanes, sería casi  imposible visitar Tràng An, así de intrincada es la selva. El verde no puede serlo más, y el cielo parece pintado de azul, sin nubes.

Por un largo rato ni vimos ni oímos los otros botes donde viajeros como nosotros, llegados de todas las esquinas del mundo, seguramente también abrían la boca, deslumbrados. Nadie hablaba, ni los enamorados, ni Huy. Yo apenas hice un gesto a Juan Orlando Pérez, que era la vez una pregunta, una exclamación de incredulidad, un grito de estupor. El respondió asintiendo.

El académico y periodista Juan Orlando Pérez junto a la autora. Foto: Iris Cepero.

En las faldas de las pocas montañas que tienen una base alrededor, los vietnamitas han levantado templos de madera y piedra, donde honran y agradecen a la naturaleza tanta belleza, tanta abundancia, tanto privilegio.  En uno de los templos, de techos curvos inversos y varias cámaras, había decenas de flores a los pies de los inmensos Budas dorados, cada uno esculpido en una posición diferente. Ramos de rosas rojas, bananas y naranjas frescas, ordenados en pirámides y ramilletes circulares servían de ofrenda. En los murales de las paredes se narran escenas de la vida de Buda, inmensos jarrones de porcelana descansan en los pisos de madera; las columnas rojas o negras, y las paredes están decoradas con plafones de aves, flores y dragones dorados. En una de las varias pagodas que visitamos, el centro no lo ocupaba Buda sino la escultura de un hombre que siglos atrás enseñó al rey cómo construir regadíos. En otra, los homenajes eran para una mujer, fallecida hace apenas unos años, quien batalló por preservar los modos de vida ante los intentos de abandono y urbanización. Ahora, en uno de esos templos que tanto amaba, los vecinos la honran con una gran escultura y flores frescas cada día. Junto a su foto, unas chicas tejían coronas de caléndulas, -flor de muerto-, pero cuando volvimos dos días después vimos que las cadenetas floridas y los centenares de varillas de incienso rodeaban la foto de otro vecino fallecido la semana anterior.

Aunque todo está ahogado en medio de la  naturaleza, hay tiestos de bonsáis indicando el camino desde los templos hacia las aguas donde los botes esperan por los visitantes, o hacia la cámara principal de otros templos; hay esculturas de Buda en piedra y hasta pequeños lagos con nenúfares en jardines meticulosamente dibujados.

El templo Hanh Cung Vu Lam donde también bajamos del sampan, fue una base militar bajo la dinastía Tran en la guerra contra los mongoles en el siglo XIII. Parece obra de un mago que las maderas y las piedras hayan llegado a un lugar tan remoto aún hoy. La respuesta la encontramos un rato después cuando vimos una procesión de sampanes, todos llevados por mujeres tan delgadas como Huy, transportando sacos de cemento y tejas.

Lo cierto es que esta zona, precisamente por el enrevesado y fiero paisaje fue considerada como un amparo frente los invasores durante los siglos X y XI, cuando la dinastía Dinh eligió la localidad de Hoa Lu, como capital imperial. Desde entonces ha sido también refugio espiritual. Esa mañana de diciembre entre las decenas de viajeros, unos padres chinos explicaban a los hijos las historias talladas en la madera. En la más apartada de las esquinas, una mujer vietnamita, que no lucía como turista, rezaba.

El paseo entre los sinuosos canales nos llevó a varias cuevas; bajábamos la cabeza para entrar y a veces casi nos acostábamos en el sampan para poder pasar por los pasillos de afiladas estalactitas. Huy, como el resto de los barqueros, se las conoce como la palma de la mano y con cada movimiento del remo desviaba el bote unos milímetros  la izquierda o la derecha y hacía gestos para avisar a Juan Orlando, el más alto de nuestro bote, que bajara aún más el cuerpo. Sin romper la atmósfera de misterio, pequeñas lámparas  ayudan a ver las sugerentes formas rocosas: patas de elefante, pétalos de rosa; en algunas paredes la piedra parece pintada con creyones rojos. Hay unos cuatro kilómetros de cuevas navegables y toda el agua que circula es pluvial, pues los canales de Tràng An están hidrológicamente aislados de los ríos circundantes. Siempre en silencio, y entre las tinieblas, cada cueva nos llevaba a nuevos valles, con montes más altos y verdes que los anteriores.  En una ladera, una cabra saltaba con pericia.

En una roca desgarbada con forma de cara de mono filmaron varias secuencias de la película Kong: Skull Island en 2017. La información aparece en todos los plegables para turistas, pero Huy se encargó de señalarnos el lugar. Él es uno de los 14 mil habitantes de la zona donde la mayoría de las familias se dedica a la agricultura, sobre todo al cultivo del arroz y el plátano, pues la cercanía al delta del río Rojo convierte esta parte del país, junto con el delta del Mekong en el sur, donde también estuvimos, en el granero nacional. Pocos como Huy, y como la familia dueña del retreat donde pasamos tres noches rodeados sólo de montañas y cielo estrellado, viven del turismo que llega atraído por las fotos y videos de Instagram. «Ha Long Bay en tierra», le dicen una y otra vez a esta zona, comparando las montañas y las rozas calizas con las de la famosa bahía. Muy parecida, realmente, según vimos una semana después, pero por suerte, aún las hordas turísticas más grandes escogen ir hacia la bahía, donde ya se ven los estragos del turismo masivo, mientras a los vecinos de Tràng An y nosotros mismos nos queda  la soledad y la calma de las tardes y las noches en medio del campo, con la banda sonora de los perros, los gallos y las ranas.

Era muy fácil tocar el fondo de los canales, tan bajas y transparentes son estas aguas donde hay unas 30 especies de zooplancton, y 40 de bentos, y en la superficie las ves pasan despacio hacia tallos y piedras donde reposar. Pero de todas las criaturas de Tràng An los patos fueron mis preferidos; aparecían todo el tiempo a un lado y otro del bote, piando, un sonido llenos de eeeeeeee. Huy los señalaba, repetía el graznido, y los paticos respondían unos segundos después, en un cacareo intermitente. Huy sonría con dientes pequeños y uniformes, sin parar de remar.

Al doblar de una esquina en nuestro paseo, los nenúfares habían rodeado la montaña para formar un tapiz de flores rosadas, parecido a los que nuestras abuelas ponían sobre una mesa para apoyar sus jarrones de flores. O los cuadros de las bodas y cumpleaños familiares. El viento a media mañana los hacía rotar furiosamente, formando decenas de molinitos, como los reguiletes de papel  que los niños llevan en las playas y las fiestas.

A pesar de los centenares de turistas que cada día llegan a Tràng An, la mayoría en excursiones organizadas desde Hanoi para visitar Tam Coc, la aún más conocida zona de similares pagodas y arrozales a unos tres kilómetros de aquí, nuestro recorrido fue silencioso; parecía que éramos los únicos navegando en el lugar más recóndito del mundo. El paisaje, el silencio, la cadencia del sampan y la idea del amor tuvieron hipnotizados a nuestros compañeros de bote durante el recorrido, con interrupciones para hacernos y hacerse una foto. Yo me sentí más pequeña e insignificante que nunca, una miniatura de paso por este universo de gigantes.

Las tres horas pasaron volando, y cuando Huy aparcó el sampan  y calculó mentalmente los minutos hasta que nuevos pasajeros vuelvan al sampan y repitan el recorrido, nuestros compañeros de viaje se besaron por primera vez; un beso rápido y tímido. Con gesto superficial  se despidieron y saltaron a tierra, sin ofrecer a Huy la esperada propina. El amor de estos chicos, breve como el viaje, o eterno como en las películas, quedó sellado en nuestras fotos, y en la memoria de un paseo por el valle más hermoso que yo jamás haya visto.

*Periodista, escritora, editora, traductora y exdiplomática. Nació en Piedrecitas, Camagüey, y ha vivido en India, Reino Unido y España. En 2014 lanzó su blog Viajes de una guajira, que luego dio pie al libro homónimo en 2021, con sus crónicas de recorridos por el mundo.

 

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