Lecciones del entierro: del Che Guevara a Bin Laden
Hay algunas extrañas analogías entre la historia de la vida y la muerte de Osama bin Laden y la de otro carismático político al margen de la ley, quien, un buen día, “declaró la guerra” a Estados Unidos.
Ernesto “Che” Guevara, el revolucionario argentino-cubano y cercano confidente de Fidel Castro, no era terrorista, pero fue un ideólogo comunista que propugnaba un cambio político violento, y que desafió a Estados Unidos tratando de iniciar guerras de guerrillas en todo el mundo -para crear “uno, dos, tres, muchos Vietnam”, involucrar al Ejército estadounidense, minar su fuerza y, en última instancia, instaurar un nuevo orden socialista mundial. El paradero de Guevara había sido un tema de misterio internacional e intrigante especulación desde que desapareció de la vista pública en Cuba, en 1965; se había rumorado entonces que podría encontrarse liderando una guerrilla en Bolivia o en otro lugar, pero nada era seguro. Cuando Estados Unidos finalmente rastreó al Che y ayudó a matarlo en Bolivia, también hubo un gran secretismo sobre las circunstancias de su muerte y el destino de su cuerpo.
Cuando en la mañana del 9 de octubre de 1967 el Che fue ejecutado por soldados del ejército boliviano en una operación supervisada por la CIA, su cuerpo acribillado a balazos fue trasladado en helicóptero a la vecina localidad de Vallegrande. Esa tarde, después que unas monjas lavaron su cadáver, el Che muerto fue exhibido públicamente en la lavandería del hospital del pueblo. El cadáver del Che fue visto por cientos de lugareños curiosos y un puñado de periodistas que lo fotografiaron y lo filmaron. Para ese entonces, el alto mando militar de Bolivia emitió un comunicado de que el Che había muerto de las heridas sufridas en combate. Guevara, de hecho, murió de heridas de bala -pero no en una batalla. Después de ser herido y capturado con vida, fue detenido durante la noche, en la escuela de piso de tierra de una pequeña aldea rural. Fue interrogado por un agente de la CIA y oficiales bolivianos y luego ejecutado, asesinado por el disparo a quemarropa por un sargento boliviano que se ofreció voluntariamente para hacer el trabajo. El agente de la CIA a cargo ordenó al verdugo del Che dispararle del cuello hacia abajo para que pareciera como muerto en combate y así lo hizo.
En la noche del 10 de octubre el hospital de Vallegrande fue acordonado mientras dos expertos forenses de la policía argentina, quienes habían llegado secretamente ese día, tomaron las huellas dactilares del Che para verificarlas con sus propios registros. Las manos del Che fueron amputadas, colocadas en frascos con formol, y puestas bajo la custodia del jefe de inteligencia de Bolivia. Luego, en la madrugada, sin ningún espectador civil presente, el cuerpo del Che fue llevado a una pista de aterrizaje en las afueras de la ciudad, donde una excavadora abrió un hueco profundo, y fue tirado allí junto con los cadáveres de varios de sus compañeros muertos. El hoyo fue entonces cubierto. Cuando el hermano del Che, Roberto, llegó al lugar la mañana siguiente con la intención de identificarlo y reclamar sus restos, el cuerpo ya no estaba.
Un santuario para extremistas
Los militares se ofuscaron. Uno de ellos dijo que el cuerpo del Che fue llevado en helicóptero y arrojado en la selva lejana; otro dijo que había sido incinerado y sus cenizas dispersadas. En ese momento, todo se cubrió con un manto de secreto y se hizo evidente que quienes conocían el paradero de los restos del Che no iban a hablar. El punto, como algunos de los oficiales explicaron más tarde, era que ellos no querían una tumba donde una legión de admiradores del Che pudiera concurrir a venerarlo. Más que cualquier otra cosa, querían que el poder del mensaje del Che muriera con él.
Tomó 28 años para que la verdad saliera a la luz. En 1995, durante mi investigación para una biografía que estaba escribiendo sobre el Che, un general retirado del ejército boliviano rompió el silencio y me contó sobre el entierro secreto en la pista de aterrizaje. El cuerpo del Che fue finalmente hallado, exhumado y repatriado a Cuba, donde fue enterrado con plenos honores de Estado en 1997, provocando una ola de acritud entre los exiliados cubanos, quienes veían aquel acto como un golpe de propaganda del régimen de Castro -y realmente lo era. Cada año, decenas de miles de cubanos y turistas extranjeros visitan el mausoleo del Che en Cuba, al igual que otros visitan la escuela en Bolivia donde fue asesinado, la cual se ha convertido en un museo-santuario. Mientras tanto, a pesar de las pruebas de ADN presentadas y el testimonio de expertos forenses que examinaron los restos del Che, hay quienes insisten, en vano, en negar que el cuerpo del Che fue hallado -como si eso disminuyera, de alguna manera, el poder de su legado, que sigue siendo, en todas esas tontas camisetas, singularmente potente.
Con el “sepelio en el mar” de Osama bin Laden, ¿ha supuestamente intentado Estados Unidos evitar una similar y larga saga en torno a “dónde se enterró”? En cuanto a la posibilidad de que el lugar donde lo mataron pudiera convertirse en un santuario, eso no está en manos de los norteamericanos, por supuesto, sino del ejército paquistaní. Les puede resultar incómodo si su exclusivo enclave de Abbottabad -poblado, como se ha dicho, por oficiales de alto rango del ejército paquistaní y sus familias- se convierte en un lugar de peregrinación para los seguidores extremistas de bin Laden. Presumiblemente, Pakistán destruirá la casa donde él vivía, pero ¿qué van a hacer con el terreno donde estaba? Al igual que los bolivianos, los paquistaníes siempre podrán recurrir al secreto militar y construir un muro, pero este tendrá que ser tanto físico como imaginario. Esto, también, será torpe, porque el terreno baldío amurallado será un recordatorio permanente de que Osama bin Laden vivió entre ellos. Pero tal vez no. ¿Quién hablará?
Traducción: CaféFuerte
*Jon Lee Anderson es un reconocido periodista, con larga experiencia como reportero investigativo y corresponsal de guerra en conflictos internacionales. Es autor de la biografía Che Guevara: A Revolutionary Life (1997). Este artículo apareció en la revista The New Yorker.