Documento: Carta de Daisy Granados

La actriz Daisy Granados.

La actriz Daisy Granados.

La actriz cubana Daisy Granados ha hecho pública esta carta, enviada a Fabio Díaz Vilela, propietario del club Hoy Como Ayer de Miami.

Granados debía presentarse allí desde el pasado viernes, pero sus presentaciones fueron canceladas a última hora, en medio de llamadas y mensajes de protestas de miembros de la comunidad exiliada.

En la misiva, la popular actriz rechaza categóricamente haber participado en actos de repudio en La Habana en 1980, acusación que provocó la cancelación de su espectáculo unipersonal Leyenda, dirigodo por Lilliam Vega.

Vega dijo este domingo que el espectáculo, incluido en la programación del TEM Fest 2012, se presentará de todas formas en Miami en un local que ser;a informado oportunamente.

CaféFuerte reproduce a continuación la carta de Granados y el texto de denuncia que provocó la suspensión de su monólogo en Hoy Como Ayer.

CARTA DE DAISY GRANADOS

Querido Fabio:

Había oído por distintas amistades lo que estaba ocurriendo con el escrito de estos señores [1]. Créeme que ayer pase un día muy triste, porque no daba crédito a lo que me contaban.

Pero bien, anoche lo leí, y realmente me tranquilicé. Porque esta ficción es de un nivel tan bajo y tan poco creíble… Aunque tal vez, para alguna persona que lo lea y no conozca quien soy, como ser humano, como mujer, como ser solidario y amiga, le parezca que soy un monstruo. Para mi las escenas que narran son algo que no me cabe en la cabeza. Nunca en mi vida yo he estado en situaciones como estas, de golpizas, de escándalos barrioteros, de estos ensañamientos con personas que piensen como quieran pensar.

Por la época en que ellos narran estas odiosas y detestables escenas,  justo hace 32 años, yo estaba haciendo Cecilia [2] y no solo no tenia tiempo para ir a la bodega, no tenía el tiempo ni para atender a mis tres hijos, que estaban chiquitos y que gracias a mi madre y a Pastor [3] pude hacer esta película. Tenía el tiempo justo para dormir unas cuantas horas y volver a la carga con el llamado del día siguiente.

Quiero que sepas que te hago estas letras no para justificar algo, yo no tengo nada que justificar, si hubiera cometido un acto así en mi vida lo hubiese asumido, porque soy lo suficientemente honesta. Pero creo te debo respeto, al igual que tú me lo tienes a mí, y no quisiera que este incidente tan repulsivo afecte de alguna manera la imagen que tú tienes de mi persona. Vamos a pensar en que todo lo que tenemos proyectado nos va a salir muy bien, y echar atrás las mentiras, las peleas, las malas noches, las amenazas, los augurios, como dice “mi Jabá”.

Ya en diciembre cumpliré 70 años, y en realidad el esfuerzo que hago para seguir trabajando responde a este amor que siento por mi profesión, por mi trayectoria, y por ese público cubano que me quiere y respeta y trabajaré para él donde quiera que se encuentre.

Un besito para ti, otro para Eduardo, y mil gracias por brindarme tu sitio para que esto suceda. Con todo mi cariño.

Daisy Granados

Notas:

[1] Se refiere al testimonio de la bailarina y coreógrafa Juanita Baró, publicado en el blog de su esposo, el escritor Manuel Ballagas. El texto de la denuncia se incluye a continuación.

[2] Cecilia (1981), coproducción cubano-española, dirigida por Humberto Solás.

[2] Pastor Vega, cineasta, fallecido en el 2005.

TESTIMONIO DE JUANITA BARO

“Corría la última semana de abril de 1980. Temporada difícil. Mi esposo, mi hijo y yo acabábamos de salir de la embajada de Perú en La Habana con un salvoconducto que no valía para nada y habíamos padecido ya dos actos de repudio en nuestro vecindario. Nos habían quitado la luz eléctrica, gritado improperios y mantenido bajo asedio por dos días. Pero aun así había que comer, así que me decidí a bajar aquella mañana a la bodega, que estaba en la planta baja del edificio de apartamentos en que vivíamos entonces, en la esquina de las calles Tercera y C, en el Vedado.

Cuando llegué a la bodega, libreta de abastecimiento en mano, me tropecé con miradas hoscas y evasivas. Nadie claramente quería espontáneamente atacarme más de lo que antes habían hecho, bajo la instigación del Comité de Defensa de la Revolución. Incluso algunas viejitas me sonrieron de soslayo. Nunca tuvimos enemigos allí. El bodeguero, sin atreverse a mirarme a los ojos, tomó mi libreta y se fue a buscar el arroz y las viandas que había venido a buscar. Me hallaba aguardando, cuando alguien me tocó fuertemente la espalda.

 -¡Oye, tú! –dijo una voz chillona.

Me volví de un salto. Mi sorpresa fue grande. La que así me increpó no era otra que una actriz a quien conocía bastante del ICAIC. Aunque no habíamos trabajado en las mismas películas, nos habíamos relacionado y, siendo ella del vecindario mío, hubiera podido decir que manteníamos relaciones cordiales. Nos saludábamos, nos preguntábamos por nuestras familias. Pero la expresión colérica y sus labios torcidos de asco y furia me dejaron fría esa mañana. Parecía otra.

-¡Descarada, hija de puta! ¡Y todavía te atreves a buscar la comida de nuestro pueblo!
–chilló Daisy Granados , casi pegando su cara a la mía y manoteando, como en una especie de delirio.

Mi primer instinto fue echármele encima y cubrir de bofetones y patadas a aquel energúmeno, pero me refrené. Mi salida del país y la de mi familia hubieran peligrado si me metía en un altercado así. De modo que lo que hice fue cubrirme la cara con las manos para evitar los golpes, puñetazos y pescozones que la actriz de Memorias del subdesarrollo y Cecilia me estaba propinando despiadadamente.

-¡Maricona, negra escoria, gusana de porquería! –me gritaba, sin cesar de darme golpes y empujarme.

Poco a poco, a base de empellones me fue arrinconando contra una pared cercana. Los que estaban en la bodega contemplaban aquel espectáculo, aterrados, en silencio. Yo me protegía lo mejor que podía. Inclinaba la cabeza, me tapaba con los brazos, pero Daisy Granados aprovechaba para darme golpes con la rodilla en la cara y el vientre. Cuando esquivaba esos, me empujaba contra la pared y volvía a empezar con la golpiza. Yo ya no daba más. La cólera me había ido invadiendo. Aquella blanquita flaca no era ni medio puñetazo mío. Así que me erguí de pronto y…

-¡Deja tranquila a esa muchachita, coño!.

La voz era ronca, como de alguien que fumara mucho. Pero era de una mujer, y me pareció reconocerla. Nos paralizó a las dos. Eso sí, Daisy Granados palideció, porque claramente no se lo esperaba, y le entró miedo. Cuando se volvió, tropezó con la mirada de una negra alta, canosa, levemente corpulenta, y de ojos relampagueantes de cólera.

 -¡Tate quieta, puta! ¿Me oíte?.

Yo la reconocí vagamente. Era una señora mayor, muy reservada y rara, que solía pasearse por el vecindario paseando dos perros y sin hablar con casi nadie. Algunos decían que estaba medio loca, que había sido criada de una casa de gente rica en otros tiempos, y cuando sus patronos se fueron del país, había perdido un poco la razón. Yo nunca había cruzado con ella ni media palabra. La Granados pareció recuperar el aplomo y pretendió echarse encima de la señora, pero ésta, con una fuerza increíble para sus años, le propinó un empujón que casi la hace caerse de culo. Ahora sí que la blanquita estaba asustada. Miró a su alrededor.

-¡Policía! –chilló entonces- ¡Llamen a la PNR, pa que se lleve a esta contrarrevolucionaria!

Pero ni siquiera el bodeguero le prestaba atención. Horrorizada, la Granados contempló entonces como la tortilla se le viraba al revés, porque la señora la había ido arrinconando contra la pared.

-No se te ocurra molestar más a esta niña, que ella se tiene que ir, pero yo no –masculló entonces la anciana, pegándole la cara a la acobardada actriz- Si te veo hacerlo otra vez, por Dios que voy a ir a tu casa pa picarte la cara con esta mismita navaja…

No se me olvida. La vieja sacó entonces una navaja de larga y afilada hoja, y se le mostró bien de cerca a la Granados, en cuyos ojos se reflejaba un terror que nunca habría sido capaz de proyectar en una película. Luego, volviéndose hacia mí, la anciana dijo:

 -Y tú, recoge tus mandados y no salgas más de tu casa, muchacha. No salgas hasta que te llegue la salida, coño.

Y así hice. El bodeguero me tendió los cartuchos y no quiso ni cobrarme la mercancía. Corrí escalera arriba en el edificio y me eché a llorar”.

Este relato de mi esposa, la bailarina, coreógrafa y actriz Juanita Baró, resume muy bien el espíritu de un momento siniestro de nuestras vidas, pero sobre todo, la baja calaña de una señora que ahora pretende dárselas de “cubana sin fronteras”, de esos artistas que vienen a Miami y dicen que no quieren “hablar de política”. De esos que mantienen residencia en el extranjero para ellos y los suyos, pero en su momento ultrajaron a sus compatriotas por querer abandonar ese país infernal que era y es Cuba comunista. Mi mujer no olvida ese horror. Y yo, mucho menos.

La memoria de este relato pasaba por mi mente en mi último viaje subrepticio a Cuba, al amparo de otro pasaporte europeo que los esbirros castristas tampoco pudieron detectar, y eso que viajaba así por tercera vez, nada menos que como parte de una delegación a un Festival de Cine Latinoamericano. Me paseé por La Habana tranquilamente, me alojé en hotel St. John’s, fui agasajado en cocteles y recepciones. Me presentaron al maricón de Alfredo Guevara, ahora convertido en un anciano de facciones deplorables. Pero sobre todo, pude obtener toda la información que quería sobre la la hija de puta Daisy Granados.

La contemplé incluso de lejos, conduciendo un auto alquilado en las cercanías de su vivienda. Un funcionario del ICAIC, bien aceitado con moneda dura y otros regalitos, incluso me dio pistas para localizar los escondrijos de la Granados en México y otros sitios. Sé que tiene familiares de este lado y dónde se hospeda cuando se acerca por acá. También me mantienen bien al tanto de sus movimientos y viajes.

Todavía no sé para qué quise saber todo esto, ni para qué hice todo un viaje subrepticio a Cuba para saberlo; pero algún día, cuando nos crucemos en el mundo civilizado con esta maricona, ya lo sabremos. Quizás ni nos ocupemos de ella. Quizás simplemente le recordemos cortésmente lo que hizo hace tanto tiempo. Las cosas en la vida son así.

Publicado en el blog Descansa cuando te mueras, de Manuel Ballagas

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