París sin aguacero: Tres cubanos en el podio olímpico… estén donde estén
Monólogos de un Quedado Especial... desde La Habana. El talento que emigra golpea, pero el daño mayor nos lo hace la venda oportunista de la autocomplacencia.
La paradoja está servida en plato hondo: tres cubanos se subieron al podio parisino y ninguno de ellos tributó al medallero de su país natal. En vez de eso, Jordan Díaz, Pedro Pablo Pichardo y Andy Díaz engrosaron las cosechas de sus países adoptivos, lo cual suena fatal pero es legítimo. Porque (Heráclito lo repetía como un mantra) las aguas de estos tiempos no son las viejas aguas, y hay que aceptar la realidad: hemos sembrado surcos de migrantes, y no siempre sus frutos van a satisfacer el paladar. En San Lucas leí que no se recogen uvas de las zarzas, y era exacto: ayer viernes recibimos la remesa indeseada.
El oro-plata-bronce pasó ante nuestros ojos con un guiño más misericordioso que burlón, y fue duro verlo ir. Habría oxigenado tanto (¡tanto!) a esta delegación asmática de glorias… Pero es lo que hay. Dueños de sus destinos, Jordan, Pichardo y Andy decidieron salir a buscar mundo, y el trabalenguas dice que ahora son cubanos pero no solamente cubanos, sino cubanos-extranjeros, aunque nunca ex cubanos. Se cambiaron de isleños a peninsulares, y a todas luces les va bien. Aplausos para ellos. Lo jodido es que la ironía no pudo ser más fina, y el único saltador que compitió por Cuba en la final terminó lejos del podio.
Ese ha de ser el centro de la imagen: basta ya de mirar en otras direcciones y concentremos la atención en nuestras tripas. Mirémonos por dentro. Hagámoslo con decencia y honradez. ¿De qué puede servir, como no sea para provecho personal, el parloteo justificativo? Onanista en estado puro, el discurso mediático y dirigencial que rodea al deporte cubano no podrá ver el cáncer mientras siga resistiéndose a que existe. Que salgan a la calle, por favor. Que pregunten quién queda convencido con aquello de “se acercó a sus marcas” (marcas propias de hace 20 años), o con “la derrota va a servirle de experiencia”, o con “regresará con la medalla de la dignidad”.
En materia de deportes, el cubano sabe cuándo le dan gato por liebre. Creció viendo victorias, pero entiende que no siempre se puede ganar: lo que exige es la capacidad de contender. Esa que, por ejemplo, enseñó la pareja de voleibol de playa. A lo que iba: alguien tiene que ponerle fin al baboseo. El talento que emigra golpea, la crisis económica golpea, pero el daño mayor nos lo hace la venda oportunista de la autocomplacencia. La cosa no va de limitarse a afirmar que esos muchachos se formaron en Cuba, sino de discutir por qué se fueron. En Facebook me enteré con vago horror sagrado de que Raúl Trujillo, entrenador del Penta-Mijaín, se alberga en La Habana porque su casa está en la Ciénaga de Zapata. Es increíble. Y lo peor es que sobran ejemplos similares.
Por eso hay que darle unos Like del tamaño del cielo al post de Leonel Suárez, el crack del decatlón. “Es hora de reflexionar sobre las oportunidades y el apoyo que necesitan los atletas en Cuba para alcanzar su máximo potencial”, escribió. “¿Por qué tienen que irse para brillar? ¿Qué podemos hacer para retenerlos y apoyarlos en su camino al éxito? No puede ser que sigamos con las mismas personas dirigiendo el deporte y con esa mentalidad retrógrada que de nada sirve en estos tiempos. De mi parte les digo que muchos estamos orgullosos de todo lo que han logrado. Estén donde estén”.
Suscribo su texto íntegramente, y me quedo prendado de ese “estén donde estén”. Que de eso también va la inclusión.
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