París sin aguacero: A los pies de Mijaín López

La imagen de Mijaín será la que defina esta Olimpiada. Deliberado o no, su gesto (su metáfora) persistirá como resumen de la poética de una competición que no podía ser si no en París.

París sin aguacero: A los pies de Mijaín López
Mijaín López, el guerrero y la hazaña. Foto: Ricardo López Hevia.

Por Michel Contreras

Si Yasmani Acosta le hubiera ganado ayer a Mijaín López, la historia se hubiera repetido como tragedia. Le había tocado meterse en la piel del antihéroe, el personaje que en Sydney 2000 encarnó Rulon Gardner cuando se atravesó en la ruta del Oso Karelin hacia su cuarto título estival.

Lo que pasa es que Acosta ni quería ni podía.

Frente a sí, negro y rojo como un gran Elegguá, estaba el amigo que solo un rato antes lo aconsejó para su duelo de semifinales. El amigo con el cual entrenó para el evento, y que toda la vida le había probado su superioridad en los colchones. Sin ánimo de menospreciar (y él lo sabía), Acosta solo significaba el último bocado de la cena para un hombre que era campeón olímpico desde el día anterior. Sí, desde que tuvo que escarbar en las reservas físicas de un veterano de 41 años que sumaba 36 meses sin competencias oficiales, y echó mano del extra para imponerse en su tercer combate de la fecha. Ya después, descansado, Mijaín habría sido capaz de tumbar la Torre Eiffel.

De manera que la final estaba decidida de antemano, y hasta dio la impresión de un acuerdo underground para que el pinareño no humillara al matancero radicado en Chile. Que ya estaba cumplido con llegar hasta esa instancia, y de ahí la resignada sonrisita que esbozó en el desbalance. Fue como si dijera “Bueno, allá vamos, lo sabía”. Así que la victoria de Mijaín, tan previsible a esas alturas, no resultó lo más emocionante del programa.

Lo mejor vino luego, con el negrón quitándose las botas de combate en un círculo central de la Arena Champ-de-Mars, y dejándolas allí como legado del guerrero que arriba a su destino. Memorable. Junto a la del fabuloso Duplantis imitando al pistolero turco y la de la leyenda Biles haciéndole una reverencia a la adversaria que acababa de vencerla, la imagen del ”no más” de Mijaín será la que defina esta Olimpiada. Deliberado o no, su gesto (su metáfora) persistirá como resumen de la poética de una competición que no podía ser si no en París.

Llegado aquí, advierto que me interesa un bledo debatir si Mijaín es el luchador más grande de la historia. No soy propenso a comparar sobre la base de los títulos olímpicos, que cuentan, pero no son la última palabra: si ello determinara, el dios Iván Pedroso tendría que hacer la cola con el mortal Miltiadis Tentoglou, bicampeón en salto de longitud desde este martes. Pero no puedo ignorar que el pinareño acumula tantos títulos olímpicos como el propio Pedroso, Sotomayor, Driulis, Idalys y Anier García, todos juntos. Salve, César.

Mijaín tiene oro en los dientes, pero más -mucho más- en sus vitrinas. Antes estaba en el privilegiado club de los atletas que ganaron cuatro citas seguidas en un deporte individual, y ahora fundó uno nuevo donde vive egoístamente solo. El Club del Cinco. Y por ende hay que admirarlo como el ejemplar único que es, más allá de rencores ideológicos. Porque había cubanos que ansiaban su derrota. Yo no. Yo soy mejor: puedo aplaudir a Mijaín, que no emigró, y a Enmanuel Reyes Plá, que es Patria y Vida. Yo los veo como atletas y los siento como míos. Mis campeones “sin pólvora y sin sangre”, diría Nicolás Guillén, y a la hora que entran en acción jamás me acuerdo de si adoran a Trump o si son Diputados de la Asamblea Nacional.

Sí, yo me postro a los pies de Mijaín. Mi vocación de hater es tan corta como la existencia de una mosca. Si la vida me deja hacerme algo más viejo, yo les voy a contar a los niños de mañana que a mí me tocó ver tirar a canasta a Michael Jordan, meter goles a Messi y aplaudir los cinco oros del negrón cubano.

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