Tennessee Williams, el gato en su tejado de zinc caliente
El momento cumbre de su última visita a La Habana fue el encuentro con Fidel Castro. Tres horas debió esperar, pero valió la pena al comprobar que el gobernante lo reconoció como el autor de La gata sobre el tejado de zinc caliente.
Por Norge Espinosa Mendoza
En abril de 1959, Tennessee Williams estaba en La Habana. En El Floridita le presentaron a Ernest Hemingway, y coincidió con Kenneth Tynan y George Plimpton, en esta ciudad a la que ya había recorrido en algunos viajes o escapadas anteriores, desde Key West.
El momento cumbre de esa nueva (y última) visita fue su encuentro con Fidel Castro, según narra el mismo dramaturgo. Tres horas debió esperar para ese saludo, pero valió la pena (aseguró) al comprobar que el nuevo gobernante lo reconoció como el autor de La gata sobre el tejado de zinc caliente. En varios momentos narraría esa anécdota, que se añade a la memoria de su paso por una Habana teatral donde llegó a ser muy representado. Fue con una obra suya que debutó como director Vicente Revuelta: Recuerdos de Berta. Y en 1948 ya Modesto Centeno estrenaba bajo el calor del Trópico el primero de sus montajes a partir de Un tranvía llamado deseo.
Entre mis proyectos prometidos está ese rastreo mayor acerca de la presencia de Williams y su teatro entre nosotros. Uno de los dioses tutelares de Teatro El Público, fue su Zoológico de cristal, la pieza que dio arranque a la Trilogía de Teatro Norteamericano de 1990, con la cual Carlos Díaz llegó para quedarse en nuestro ámbito escénico. Con ese paso, se devolvía su nombre a nuestros escenarios, donde también fue denostado, entre otros, por Mario Rodríguez Alemán.
Poeta a veces más que dramaturgo (y ello, bien lo sé, no es una crítica sino una cualidad), tuvo un final semejante al que imaginó para algunos de sus mejores personajes. Y tuvo una muerte absurda, de la que podemos redimirlo leyendo algunos de sus más hermosos versos, publicados en 1956 bajo el título, no menos hermoso, de En el invierno de las ciudades.
En esta misma Habana, su amigo Gore Vidal pronunció su nombre, cuando un escritor cubano lo espoleaba para que dijera quién era, a su juicio, el mejor escritor de su país en el siglo XX. Él y no Hemingway, como tal vez esperaban oírle algunos de los presentes en aquella ocasión. Lo cierto es que más allá de esos afanes de top list, el teatro de Tennessee Williams sobrevive y sigue reflejando lo que somos, y se ha convertido en lo que identifica a un verdadero clásico: esa imagen a la que volvemos para conocernos mejor.
Más allá de estéticas y modas, sacando partido de sus hallazgos y sus flaquezas, haciendo preguntar una y otra vez quién fue realmente ese nombre. Un actor o una actriz de talento genuino, debe foguearse en sus palabras. Como en Shakespeare, en Chéjov, en Lorca, en Beckett, en En Brecht o en Pinter, por mencionar solo a algunos de los incuestionables. Como en Virgilio Piñera, también. Cómo no, para saberse al borde de ese abismo que es el escenario, y poder saltarlo sin temor al vuelo o a la caída.
En La Habana que él visitó, y en su cumpleaños, releo los poemas de En el invierno de las ciudades, que conocí gracias a Bladimir Zamora. Y veo reaparecer su nombre en una obra que recién he terminado, mientras jóvenes intérpretes se alistan esta noche, en Santiago de Cuba, para rendirle otro nuevo tributo. Es su cumpleaños y él, gato sinuoso, dramaturgo y felino, se pasea por el techo de zinc caliente que hace hervir el verano implacable de esta Isla detenida (congelada casi, vaya paradoja) en esa estación que ya sentimos sobre nosotros. Como él, omnipresente aunque no lo mencionemos. En una ciudad y un país adonde vino a buscar una chispa de la utopía. Y a la cual ya no regresó, aunque acaso emprenda de nuevo ese viaje cada vez que le dedicamos, aquí, otro aplauso.