Leonardo Padura: La censura sigue siendo una práctica en Cuba

"La censura es cancelación no ya de un artista, una obra, un individuo: es la cancelación de un derecho humano que se llama Libertad", afirmó el escritor.

Leonardo Padura: La censura sigue siendo una práctica en Cuba
Leonardo Padura durante su conferencia en la Casa de América en Madrid, el pasado viernes. Foto: Captura de video/ CF.

El escritor cubano Leonardo Padura criticó duramente la política de censura y cancelación que se mantiene en Cuba en la actualidad, y aseguró que su práctica es consustancial al sistema socialista imperante en el país.

“Los procesos de marginación tienen menos dramatismo que los practicados en la década de 1970 y no requieren llegar a los métodos estalinistas, pero continúan teniendo similares efectos para el pensamiento y la labor de los creadores, y para la difusión de la cultura”, aseguró el escritor durante una conferencia pronunciada en la Casa de América, en Madrid.

Su conferencia titulada “De la autocensura a la cancelación: ¿la luz de nuestro tiempo?” cerró la Semana de Autor dedicada a su obra literaria, la que incluyó paneles y la proyección del filme Vientos de La Habana (2016), del realizador español Félix Viscarret, basado en la novela Vientos de cuaresma.

Es la segunda ocasión que la Semana de Autor está dedicada a un escritor cubano en las 28 ediciones realizadas por el evento literario. En noviembre de 1996 el homenaje había correspondido a Guillermo Cabrera Infante (1929-2005).

Padura repasó la historia de la censura y el acoso sufrido por artistas e intelectuales bajo regímenes totalitarios, incluyendo tanto el fascismo como el comunismo, y alertó sobre las tendencias actuales que está imponiendo la corrección política y “la estupidización colectiva” en detrimento de la libertad de pensamiento y de la cultura.

Y sus reflexiones durante la disertación y posteriormente en diálogo con el público no soslayaron la situación cubana.

El laureado novelista dijo que si bien actualmente los métodos han cambiado desde el período de “férrea política cultural” y la llamada “parametración” de la década de los años 70, “la esencia de esa política se ha mantenido hasta hoy en la Cuba socialista”.

“Por su práctica, es consustancial al sistema. Así la censura sigue siendo una práctica sustentada incluso en decretos legales, cuya formulación y aprobación ni siquiera hubiera sido necesaria, pues ya se ejecutaba en el ámbito de la producción y circulación de la cultura”, valoró el autor de El hombre que amaba a los perros.

Padura recordó que él no ha podido salvarse de ciertas listas de prohibición en el pasado, y que en estos momentos paga el precio de una “cierta invisibilización dentro de mi país”, donde no se han publicado sus últimos títulos, ni se promueven sus actividades literarias ni sale en la televisión nacional.

“Pero, no puedo decir que haya sido reprimido, que haya sido perseguido o que haya sido vigilado, hasta donde yo sé”, manifestó.

A una pregunta del público sobre la situación del país, Padura dijo que en la política, como en la canción de Julio Iglesias, “la vida sigue igual”, y lamentó el éxodo masivo que genera la crisis económica actual, considerándola mucho peor que la padecida durante el llamado “período especial” en los años 90.

“Me preocupa muchísimo porque están saliendo sobre todo jóvenes bien preparados y eso es un capital humano que es lo más valioso que tiene el país y perderlo significa una pérdida enorme para el futuro de la nación cubana”, dijo el escritor al valorar que solo en los últimos dos años han salido hacia Estados Unidos más de 562 mil cubanos, el equivalente al 5% de la población de la isla.

Consideró que es una etapa extremadamente complicada la que se está viviendo en Cuba y dijo que no sabe como el país podrá salir de esta “situación terrible”.

“Vamos a ver qué nos depara el futuro a Cuba y a los cubanos”, concluyó.

Café Fuerte reproduce a continuación el texto completo de la conferencia de Padura. Se añade también al final la versión en PDF.

DE LA AUTOCENSURA A LA CANCELACIÓN: ¿LA LUZ DE NUESTRO TIEMPO?

Por Leonardo Padura

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En vísperas del inicio de la contienda independentista contra el colonialismo español, la que él llamó la guerra necesaria, José Martí le escribió al general Máximo Gómez, el veterano estratega que dirigía el Ejército Libertador cubano y le dijo: “El respeto a la libertad y al pensamiento ajeno aún del ente más infeliz es mi fanatismo. Si muero o me matan será por eso”. El respeto a la libertad y al pensamiento ajeno.

2

Chimamanda Ngozi Adichie es una de las escritoras más reconocidas de la actualidad. Nigeriana, novelista traducida a múltiples lenguas, ganadora de importantes premios literarios, Chimamanda es también una voz inconforme, crítica, interrogativa de las realidades con las que convive, como cualquier intelectual que se precie de serlo. Desde hace años esta artista, militante feminista, ha expresado sus preocupaciones por temas tan sensibles como la escritura de la historia. Ha dicho Chimamanda: “Contar una sola historia, un solo punto de vista, una sola idea de la sociedad o de las personas, nos lleva a crear estereotipos de ellas que no reflejan la realidad e incluso pueden ser causantes de exclusión o marginación de ciertos grupos sociales”. Esto lo escribió hace diez años.

Posteriormente, Chimamanda Ngozi explotó también contra lo que ha sido bautizado como la cultura de la cancelación, ese macabro y vetusto mecanismo potenciado en los últimos años por su práctica en las redes sociales del siglo XXI y a través del cual, por motivos de la más diversa índole, se concreta la censura de personas y tendencias y como resultado se alimenta la autocensura de los individuos como mecanismo de defensa para evitar el apartheid extremo de la cancelación.

“Ningún esfuerzo humano requiere tanta libertad como la creatividad”, dijo Chimamanda en una charla para la BBC y se preguntó si ciertas obras literarias que ella llamó “controversiales”, como Los Versículos Satánicos de Salman Rushdie hoy encontraría un editor en el mundo. Y es que la novelista considera que “la literatura se está apreciando cada vez más -dice Chimamanda- a través de lentes ideológicos en lugar de artísticos”. Por lo que concluye -y vuelvo a citarla- “la literatura está en peligro”. Y digo yo, el arte y el pensamiento están en peligro.

3

En 1938 André Breton, el sumo sacerdote del surrealismo llegó a México convocado por el pintor Diego Rivera y el revolucionario exiliado y perseguido Leon Davidovich Trotski, uno de los líderes de la revolución de octubre de 1917 y fundador del Ejército rojo soviético. La presencia de Breton en México tenía como objetivo la fundación, propuesta por el asilado Trotski, de una federación internacional de artistas revolucionarios que sirviera de alternativas a la cruel y devastadora conducción de los asuntos culturales que se había puesto en práctica desde el Moscú donde reinaba el secretario general Joseph Stalin, calificado por el mismo Trotski como el sepulturero de la revolución.

En mi novela El hombre que amaba a los perros, que publiqué en el año 2009 a partir de escritos y conversaciones documentadas de Trotski, el personaje en la novela reflexiona al respecto: “Por aceptar condiciones políticas que él mismo había defendido -el mismo Trotski, a esas alturas mucho lamentaba haberlo hecho-, en el presente no se podían leer sin repugnancia y horror los poemas y novelas soviéticas, ni ver las pinturas de los obedientes. El arte en la URSS se había convertido en una pantomima en la que funcionarios armados de pluma o pincel, y vigilados por funcionarios armados de pistolas, solo tenían la posibilidad de glorificar a los grandes jefes geniales. A eso lo había los había llevado la consigna de la unanimidad ideológica, el pretexto de que estaban sitiados por los enemigos de clase y la justificación eterna de que no era el momento apropiado para hablar de los problemas y de la verdad para dar libertad a la poesía. La creación durante la época de Stalin -pensaba Trotski- quedaría como la expresión de la más profunda decadencia de la revolución proletaria y nadie tenía el derecho de condenar el arte de una nueva sociedad al riesgo de repetir esa experiencia frustrante”.

Y en la novela yo citaba en boca de Trotski los tristes destinos personales y literarios de Mayakovski, suicidado; Gorki artística y políticamente pervertido; los silencios forzosos que les fueron impuestos a Anna Ajmátova, Osip Mandelstam e Isaac Babel, entre otros, sometidos a la cultura de la cancelación y,Mandelstam y Babel, a la total cancelación. El poeta, muerto en un campo de trabajo, y el segundo con un tiro en la nuca que tanto le gustaba a la policía estalinista, ambos condenados solo por practicar en su época el oficio de riesgo de escribir literatura.

Por tal motivo el exlíder soviético le reclamaría a Breton y a Diego Rivera que en el documento en proceso se estableciera de manera inequívoca que “Para el arte la Libertad es sagrada, es su única salvación. Para el arte todo tiene que ser todo”. Así quedó escrito en el manifiesto Por un arte revolucionario independiente, firmado el 25 de julio de 1938, en Coyoacán, México.

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Los regímenes totalitarios han sido acusados histórica y justamente como represores de la libertad de creación y expresión. Fue a partir de la experiencia soviética de Trotski, quien jamás abjuró de su ideología marxista-leninista, que él reclamó la libertad total para el arte. Por esa misma época, el teórico de la revolución permanente alzaba la voz ante el establecimiento oficial del realismo socialista como estética única en el país que decía construir la utopía igualitaria y democrática que cambiaría la historia de la humanidad. En ese mismo momento, en la Alemania de Hitler y en su mundo de influencia, en la Austria de Stefan Zweig inmediatamente anterior a su exilio y suicidio, por ejemplo, se cancelaba drásticamente cualquier tipo de producción artística y de pensamiento político-social que no se aviniera a la ideología nacionalsocialista. La quema de libros en plazas públicas y el exilio de centenares de artistas y pensadores fueron dos de los procesos más dramáticos y publicitados, y en las piras no solo ardieron libros entre “ pervertidos o degenerados” más o menos afiliados a la ideología comunista, tan cercana en realidad a la fascista, ni debieron salir al exilio solo los intelectuales judíos, sino también artistas que se negaron a ser parte del horror y tal fue el caso del luterano Thomas Mann, del vanguardista Max Beckmann, del cineasta expresionista Fritz Lang, vienés naturalizado alemán, entre una nutrida lista de creadores todos cancelados por el régimen.

Video de la conferencia y conversatorio con el público en la Casa de América.

Mientras en la Unión Soviética, que en la década de 1950 al fin denunciaba ciertos excesos de Stalin, los procesos de censura y cancelación continuaban. Y continuaron con métodos muy similares hasta el colapso del país para luego ser muchos de ellos heredados por la actual Federación Rusa de Vladimir Putin. Así en la era post estalinista se sucedieron los muy conocidos casos de censura y cancelación de Boris Pasternak y Alexander Solzhenitsyn, o el tan dramático aislamiento de Vasili Grossman, el autor de esa enorme epopeya que es Vida y destino, censurada por el Partido y destruida por la KGB, y salvada para la posteridad solo por una rocambolesca cadena de fidelidades para que finalmente fuera publicada en 1980.

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Las experiencias totalitarias de las décadas de 1930 y 1940 inspiraron a George Orwell para la escritura de su novela futurista 1984, que fue publicada en el año 1949. Durante años se asoció el contenido de la obra a la sociedad de control forjada en la URSS, pero el tiempo ha abierto el diapasón de la representatividad de la novela a cualquier sociedad capaz de ejercer un estricto control sobre el individuo, sobre el presente de la sociedad, incluso al muy complicado y peligroso proceso de reescribir el pasado, siempre con la consigna de un futuro mejor.

En la actualidad vivimos en la vida real el mundo novelesco de 1984. El Gran Hermano nos vigila. El control del individuo es cada vez más férreo. Los pasados se reescriben. El miedo a ser cancelado es un sentimiento cada vez más común. Las vidas personales han dejado de ser privadas. El lenguaje se modifica para crear las neolenguas asépticas e inclusivas que casi nos obligan a decir presidente y presidenta, en actos de violencia contra nuestro idioma.

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No solo los totalitarismos ideológicos como el comunismo y el fascismo han practicado y practican la censura, la cancelación y la persecución de la libertad de pensamiento y creación. La Guerra Fría con su carga de histeria política e ideológica provocó el proceso de las cacerías de brujas macarthistas en Estados Unidos durante la década de 1950. La relación de escritores, artistas e intelectuales denigrados y cancelados fue mucho más nutrida que la famosa lista de “Los 10 de Hollywood”. La Constitución estadounidense, que debía proteger su libertad de pensamiento y expresión, se convirtió en letra muerta. La persecución y los juicios de delación y autoacusación replicaban en su contexto los famosos procesos de Moscú de 1936-1938. El miedo se instaló en el mundo cultural de la sociedad democrática por excelencia y obligó a muchos a sumirse en el silencio; a otros a convertirse en delatores; a varios a suicidarse como Mayakovski.

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La Cuba socialista de los años 1970 practicó abierta y despiadadamente los procesos de censura y cancelación de artistas, intelectuales, docentes. Se le llamó “procesos de parametración”. Para ser admitido en la sociedad en construcción del socialismo y la formación del Hombre Nuevo, el intelectual debía cumplir con ciertos parámetros establecidos en un oneroso Congreso de Educación y Cultura con la anuencia y el discurso de clausura del propio líder partidista Fidel Castro, que 10 años antes, en los albores mismos de la etapa revolucionaria, había declarado que la revolución tenía el derecho a sobrevivir y defenderse, y esa potestad incluía la pertinencia de los contenidos y mensajes del arte y la literatura. “Con la revolución todo; contra la revolución nada”, dijo Fidel Castro, y bajo ese lema un batallón de entusiastas represores hicieron sus zafras. Posturas de inconformidad política, tendencias homosexuales, creencias religiosas, figuraban entre los pecados punibles, y cientos de artistas y docentes fueron castigados con la marginación y el silencio. Con la cancelación.

A aquel período de férrea política cultural socialista se le ha llamado Quinquenio Gris de la cultura cubana, aunque en realidad fue toda una década negra. Luego los métodos cambiaron, pero la esencia de esa política se ha mantenido hasta hoy en la Cuba socialista. Por su práctica, es consustancial al sistema. Así la censura sigue siendo una práctica sustentada incluso en decretos legales, cuya formulación y aprobación ni siquiera hubiera sido necesaria, pues ya se ejecutaba en el ámbito de la producción y circulación de la cultura y ha engendrado, hasta hacerse parte de las estrategias creativas, la castrante solución de la autocensura. Para ser aceptado, difundido, promovido, el artista opta por evitar el trance de ser censurado.

Mientras, la cancelación campea por su respeto. Cualquier obra o comentario que se considere políticamente incorrecto o inaceptable coloca al autor en la lista de los censurados o, cuando menos, en la de los limitados. Es una lista que existe y en la cual yo he estado bastante tiempo. Su nombre desaparece de los medios oficiales y su obra no se difunde o, si se concreta, no se promueve. Los procesos de marginación tienen menos dramatismo que los practicados en la década de 1970 y no requieren llegar a los métodos estalinistas, pero continúan teniendo similares efectos para el pensamiento y la labor de los creadores, y para la difusión de la cultura. La larga lista de intelectuales artistas y escritores cubanos que hoy viven en el exilio forma parte de los efectos de esas políticas restrictivas. La no menos poblada relación de artistas censurados o limitados que aún viven en el país también tributa a esas concepciones políticas. El arte censurado, complaciente o cuando menos etéreo que practican muchos de los creadores cubanos, es, sin embargo, el más lamentable resultado de la existencia de la censura y la amenaza de la marginación equivalente a la cancelación.

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Los días del escritor José Saramago en Lanzarote, la isla canaria donde plantó su casa, a casa, como decía en portugués, corrieron desde el año 1992 hasta su muerte en 2010. Fueron dos décadas pletóricas de creación y júbilo, varias novelas y visitas de decenas de amigos, y que tuvieron como momento público más trascendentes la noticia que allí le llegó de que había sido el primer escritor de lengua portuguesa congratulado con el Premio Nobel de Literatura, en una época en que el galardón todavía solían recibirlo grandes escritores. Lo más gratificante es saber que su vida isleña tuvo como origen un acto siempre ofensivo de censura, practicado en el Portugal que había restablecido la democracia luego de la Revolución de los Claveles. El censor fue entonces primer ministro y luego presidente Aníbal Cavaco Silva, cuando decidió eliminar la novela El Evangelio según Jesucristo, novela del año 1991, de la relación en que había sido incluida por tres instituciones culturales para representar la nueva literatura portuguesa en Europa. Según ha contado Pilar del Río, la compañera de vida de Saramago, y cito a Pilar, “el gobierno de Cavaco Silva justificó su decisión con tres razones. Primera: ese libro ofende a los portugueses que son católicos y no toleran que se roce el dogma. Segunda: el autor es un militante comunista y ya se sabe que los comunistas no representan a sus países. Tercera: el libro está mal escrito”.

Si la primera razón pudiera tener algún fundamento, un fundamento fundamentalista, la segunda es tan ofensiva como los ostracismos a los que los gobiernos comunistas sometieron a Pasternak y a la Ajmatova, entre otros, y la tercera un lamentable ejercicio de crítica literaria de un político obtuso. Y de un país con un gobierno de esa calaña decidió alejarse el escritor.

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El universo de la creación y la producción artística contemporáneos viven bajo las regulaciones y tendencias que impone el mercado del arte, tan despiadado como cualquier mercado, pero tan necesario, pues solo a través de él se puede completar el ciclo del proceso artístico del creador al consumidor por los canales de la circulación mercantil de los productos. En Cuba, donde el mercado del arte tiene un funcionamiento tórpido -tórpido fue una palabra que se puso de moda durante la pandemia, alguien tenía una evolución tórpida, se decía- y la producción artística suele ser financiada por fondos estatales, cada vez menos abundantes, el proceso de difusión de las obras artísticas depende de los canales de distribución institucionales, o sea, gubernamentales, en un país que como se sabe es regido por el Partido Comunista, único legal y existente. La institución oficial correspondiente decide qué obra financia y produce, qué obra distribuye o promueve, y la institución tiene la potestad de vetar, censurar, cancelar la obra o incluso al creador que, por el motivo que fuere considera según sus códigos, más ideológicos que estéticos, más políticos que artísticos -y recuerden ahora lo que decía al principio citando a Chimamanda, cuando mencionaba que la literatura está siendo apreciada cada vez más a través de lentes ideológicos que en lugar de artísticos, y ella sentenciaba: la literatura está en peligro.

Con esa estructura se han establecido los límites dentro de los cuales puede trabajar el creador que pretende expresarse y circular en el espacio cultural cubano, al menos en el espacio institucional. Pero el gran conflicto político, social y artístico de la cuestión radica en que la libertad de creación, que es individual, solo se concretará si existe la libertad de expresión y circulación de las ideas y las obras, que es pública, de todas las ideas y obras, no solo de las afines a un pensamiento o política. Y ni uno ni otro proceso -expresión y circulación- pueden fomentarse desde la cultura institucional de la sospecha y la individual del temor a la cancelación, que genera la autocensura del creador. La libertad del artista queda entonces comprometida cuando no limitada, incluso castrada.

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Las universidades siempre han fomentado por lo han intentado la posibilidad del conocimiento. Para conocer es necesario interrogar, y las interrogantes no siempre son complacientes con todos. En una universidad norteamericana una profesora de Historia del Arte mostró a sus alumnos una pintura contenida en un manuscrito del sigloXIV, atribuido a Tarikh al-Tabari, en el que aparece representado el profeta Mahoma. Esta acción docente provocó la ira de un grupo de estudiantes musulmanes que consideraron ofensiva la postura de la profesora, pues es bien sabido que la religión de Mahoma prohíbe la representación pictórica de figuras humanas. Y la ira estudiantil provocó la inmediata suspensión de la profesora por las autoridades universitarias, que cedieron a la presión de una combativa minoría y actuaron sin ni siquiera investigar a fondo el hecho. Que unas semanas más tarde la profesora haya sido restituida por la reacción pública y académica que de inmediato la apoyó, resulta sin duda una acción importante. Pero más lo es saber que por cuestiones similares un profesor puede ser cancelado.

A partir de ahora, ¿cuántos docentes se limitarán a tocar temas que pueden resultar urticantes para algunos de sus alumnos por cuestiones de credo, género, lenguaje o lo que sea en un mundo en el que se debe ser políticamente correcto o no ser? Hace más de 20 años, Philip Roth presentó una situación más o menos similar en su excelente novela La mancha humana, del año 2000, en la que un profesor es acusado de racismo y obligado a un retiro anticipado. Me pregunto: ¿Vamos hacia la intransigencia y la tergiversación del conocimiento en un territorio tan sensible como es la Academia? ¿La corrección política puede llegar a suplantar la verdad histórica, la duda filosófica, la creatividad artística en los ámbitos universitarios?

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Definitivamente la humanidad vive hoy un delicado proceso ideológico en el que vemos desarrollarse y asentarse los más diversos fundamentalismos culturales, pero todos con un carácter ideológico más o menos evidente, aun cuando se les presente solo como mezquinas operaciones comerciales o extremistas consideraciones sociales. Lo que comenzó siendo “la cultura del espectáculo”, como la llamó Mario Vargas Llosa, el proceso de estupidización colectiva de las sociedades con sus productos culturales que fomentan la existencia de individuos satisfechos, convertidos en consumidores de comidas rápidas y de cultura rápida, le ha dado otra vuelta de tuerca al proceso para limitar la libertad de expresión y de creación, y condicionar la libertad de elección.

Ejemplos sobran. El tema de la corrección idiomática inclusiva ha llegado a los extremos de que algunos diccionarios han reescrito definiciones sobre los sexos -que ya se sabe que no son dos, aunque no está claro a cuántos sexos hemos llegado. Peor aún: con un lenguaje inclusivo y políticamente correcto se pretende corregir la historia, lo cual implica no solo reescribirla, como ocurría en 1984, sino también cambiarla; en esencia, pervertirla. Prestigiosas universidades del mundo pretenden eliminar determinadas palabras y sustituirlas por expresiones consideradas correctas. Mientras, el espacio del pensamiento y autoridad que han adquirido las redes sociales y el poder que han asaltado los influencers e iluminados que pueden poner en la picota pública cualquier expresión, acción o actitud. Toda la libertad promovida por ciertas sociedades está hoy en juego -el proceso no es nuevo, basta revisar la historia- y el miedo a ser cancelado se ha propagado y establecido como un doloroso estado mental y creativo. Por supuesto, no me estoy refiriendo ahora a sociedades totalitarias o con estructuras políticas autocráticas en las que existe un solo punto de vista, una sola idea de la sociedad, como decía Chimamanda, y no acatarlas implica riesgos para mayores, como en la Edad Media occidental. Así ocurría. Y tampoco me refiero a un tipo de tendencia política. La práctica de estas actitudes puede venir desde las extremas derechas y desde las extremas izquierdas, como vinieron desde el fascismo y desde el comunismo.

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En la práctica de la adecuación del arte a lo políticamente correcto se reveló el muy escandaloso caso de la decisión de una editorial británica de publicar versiones corregidas de las novelas infantiles y juveniles del escritor Roald Dahl. Se pretendía limpiarlas de palabras que pudieran resultar ofensivas para cierto público lector. Llamar feo a alguien en una novela, o gordo, lacera la dignidad de los feos y los gordos, los humilla, se argumentó. La serie de protestas que la comunidad artística mundial por la intención de alterar una obra artística para hacerla compatible con conceptos encaminados hacia la corrección política, sostenida por diversos sectores de influencia y consumo, felizmente frustró esa decisión. Pero la figura y la obra del autor de Charlie y la fábrica de chocolate ha salido cuando menos manchada de esa controversia. En sus obras se les dice feos a los feos y gordos a los gordos.

Lo ocurrido con este escritor lamentablemente no es un caso aislado. He oído decir que para aliviar sensibilidades modernas se ha comentado la posibilidad, por ejemplo, de eliminar la palabra nigger de las obras de Mark Twain y sustituirla por afroamericano. Lo tremendo de tales propuestas ya no sería la reescritura de las obras, sino, por supuesto, de la historia. La triste historia del racismo estadounidense sería reescrita, esa que algunos quieren borrar mientras el racismo se mantiene activo.

En la actualidad se han establecido reglas por parte de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas que exigen que las obras candidatas al premio Oscar cumplan con estándares mínimos de diversidad. El antecedente es que en mucho cine no había imagen de la diversidad social, pero la solución no puede ser la diversidad por decreto. Debería ser -y no es- la diversidad en la realidad y en la sociedad. Cuando un artista contemporáneo escucha esos truenos es imaginable su reacción. La autocensura se instalará en su mente y en sus creaciones, pues de lo contrario se expone a la agresión de los defensores de lo políticamente correcto que podrían decretar entonces su cancelación. Me pregunto, como Chimamanda: ¿Están en peligro el arte y letras y la literatura? Sí, pero sobre todo está en peligro la libertad de expresión cuando se determina cómo debemos referirnos a los más diversos aspectos de la realidad, y ya no solo en el recurrido asunto de los contenidos políticos y ni siquiera en los complicados asuntos de carácter ético.

Pero que nadie se asombre que hoy vivamos estas experiencias y procesos. A mediados del siglo XIX, Gustavo Flaubert estuvo a punto de ser cancelado por convertir en heroína de su novela Madame Bovary a una mujer adúltera. Los más reputados críticos de la época le reprocharon que no hubiera escogido una mujer ejemplar como protagonista de su obra. Emma Bovary daba un mal ejemplo social. Para defenderse de las acusaciones que le llovían, Flaubert dijo una frase de la cual, yo como escritor, me he enamorado: “Yo solo quería llegar al alma de las cosas”. Lo que produce asombro es que siglo y medio después funcionen similares mecanismos de presión sobre los creadores.

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En un capítulo memorable de la mencionada novela Vida y destino, Vasili Grossman pone frente a frente a un oficial fascista y a un comisario comunista, justo en los meses en que se libraba la batalla de Stalingrado, y los hace debatir sobre las características de los gobiernos que ambos representan. Para dar una conclusión, los dos gobiernos eran apenas dos variantes del mismo sistema de control total de la sociedad. Como efecto de semejantes reflexiones, en otro momento de la novela Grossman se pregunta y propone -y cito en extenso a Grossman: “¿Sufre la naturaleza del hombre una mutación dentro del caldero de la violencia totalitaria? ¿Pierde el hombre su deseo inherente de ser libre? En estas respuestas se encierra el destino de la humanidad y el destino del Estado totalitario. La transformación de la naturaleza misma del hombre presagia el triunfo universal y eterno de la dictadura del Estado, pero la inmutabilidad de la tendencia del hombre a la Libertad es la condena del Estado totalitario. Y he aquí -sigo con Grossman- que las grandes insurrecciones en el ghetto de Varsovia, en Treblinka y Sobibor, el gran movimiento partisano que inflamó decenas de países subyugados por Hitler, las insurrecciones post estalinistas en Berlín en 1953 o en Hungría en 1956, los levantamientos que estallaron en los campos de Siberia y el extremo oriente tras la muerte de Stalin, los disturbios en Polonia, los movimientos estudiantiles de protesta contra la represión del derecho de opinión que se extendió por muchas ciudades, las huelgas en numerosas fábricas, todo ello demostró que el instinto de la libertad del hombre es invencible. Había sido reprimido, pero existía’. El hombre condenado a la esclavitud se convierte en esclavo por necesidad, pero no por naturaleza”. Y termina Grossman: “La aspiración del hombre a la Libertad es invencible puede ser aplastada, pero no aniquilada. El totalitarismo no puede renunciar a la violencia. Si lo hiciera, perecería. La eterna, ininterrumpida violencia, directa o enmascarada, es la base del totalitarismo. El hombre no renuncia a la libertad por voluntad propia. En esta conclusión se halla la luz de nuestros tiempos, la luz del futuro”.

14

La libertad de pensamiento y expresión es un derecho no solo de los creadores artísticos, pero resulta por supuesto una condición sin la cual la creación de arte difícilmente pueda existir. La libertad de expresión solo debería tener límites éticos, nunca políticos e ideológicos. Cito otra vez a Trotski: “Para el arte la Libertad es sagrada, su única salvación. Para el arte todo tiene que ser todo”. ¿A qué límites éticos me refiero entonces? Pues me refiero a los que implican o agreden la libertad de los otros, de ese ente aún más infeliz del que hablaba Martí. Me refiero a las fronteras que el contrato social que nos permite vivir en comunidad ha establecido, por ejemplo, los Diez Mandamientos. Los límites supremos que impidan la discriminación de otros por su sexo, religión, características étnicas. Los que prohíban la propagación de filosofías fascistas, supremacistas, fundamentalistas. Aunque, incluso, en una cuestión tan meridiana siempre aflora un problema:¿quién determina esos límites, cómo los instrumenta y aplica, quién tiene la verdad, cuál es la verdad, existe una sola y única verdad? Nada ni nadie debe coartar por otros motivos esos presupuestos éticos y de respeto al otro, la libertad del creador y de cualquier individuo. Nadie puede proclamarse el dueño de la verdad única e indiscutible. El artista debe vivir y trabajar con el derecho no solo a pensar y a crear en su estudio, sino también a expresarse públicamente. Nadie debería indicarme qué es oportuno y qué debo o no debo leer, entre otras decisiones. Nadie a cancelar al que disienta respecto a un modo de pensar. El resto es censura, y la censura es cancelación no ya de un artista, una obra, un individuo: es la cancelación de un derecho humano que se llama Libertad. Muchas gracias.

Casa de América, Madrid, 15 de diciembre de 2023.

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