Elena Burke, en estado de gracia
Su voz está siempre cerca, apareciendo incluso cuando voy en pos de otras cantantes, y acabo de vuelta a su entonación perfecta, su musicalidad natural, y el encanto y la gracia propia que tuvo a su favor.
Por Norge Espinosa Mendoza
No la oigo ahora porque sea su cumpleaños (28 de febrero), sino porque ella, como dijo alguna vez Bladimir Zamora, es la mejor acompañante. Y por eso su voz está siempre cerca, apareciendo incluso cuando voy en pos de otras cantantes, y acabo de vuelta a su entonación perfecta, su musicalidad natural, y el encanto y la gracia propia que tuvo a su favor aún en los tiempos más oscuros. Elena Burke sigue siendo dueña rotunda de esa manera de alzarse como la Señora Sentimiento, y así como en Estados Unidos hubo una Sarah Vaughan o una Carmen McRae, nosotros la tuvimos a ella.
Y digo eso sin el inútil empeño de una comparación porque ella, como las mencionadas, fue única en su ámbito. Pero también, como esas figuras mayores del jazz, es un cardinal que nos ayuda a respirar muchas otras cosas, un modo de frasear la realidad sin la cual, probablemente, no la sobreviviríamos del todo.
Aunque quizás el disco suyo al que regreso con mayor frecuencia es el que dedicó a las canciones de Marta Valdés (prueba de madurez de su fidelidad a una compositora que ella abrazó desde sus primeros años en solitario), hoy he vuelto a oír el fonograma que, de cierto modo, entiendo como una declaración de principios, o una salto en su confirmación como la intérprete más sólida en un momento de nuestra memoria musical, a fines de los 60, cuando ella ampliaba su repertorio más allá del bolero y el feeling para asumir a nuevos autores, en este caso a Juan Formell, Pablo Milanés y Silvio Rodríguez. Elena, aparecido en 1968, es un repaso y un nuevo rumbo a la vez en su carrera, que da fe de quién es ya Elena Burke en ese instante, al tiempo que confirma su anhelo de no quedar congelada en una misma idea de lo que su garganta y sensibilidad podían permitirle.
Es una Elena que tiene ya ahí 40 años. Atrás han quedado los aprendizajes con Orlando de la Rosa y la gran Aida Diestro. Ya ha grabado elepés en solitario, como los que le produjo el sello Gema (Con el calor de tu voz, con orquesta dirigida por Rafael Somavilla; y La Burke canta, en tono casi minimalista acompañada por un quinteto en el que al piano estaba Meme Solis). Y quien la busque en esa maravilla de 1964 que es el documental Nosotros, la música, la admirará en el apogeo de su señorío escénico, sobre las tablas del Amadeo Roldán. En este álbum de 1968 son doce los surcos que subrayan qué quería ella de sí misma a esas alturas. Una altura que, hablando de Elena Burke, habla por sí sola de sus fabulosas capacidades.
El álbum arranca con “De mis recuerdos”, en un arreglo portentoso que aún hoy sigue siendo efectivo. La.Orquesta Cubana de Música Moderna, dirigida por Rafael Somavilla, la acompaña con brillantez y de esa buena química sale el éxito de todo el disco. Tras ese tema de Formell, con sus trompetas y bongó irreprimibles, vienen “Hay un grupo que dice” (Silvio Rodríguez), “Mis 22 años” (Pablo Milanés), “Hay mil formas” (Marta Valdés), “Lo material” (Formell), “Y como sea” (Meme Solís). Añádanse a ellos “Mi guajira de hoy” (Piloto y Vera) y el shake “Me voy a desquitar” (Francia Domech), el tema más ligero de todos y que Elena logra elevar con su gracia, añadiendo ese: ¡Zafa, conejo! al final que solo ella podría añadirle con tan preciso desparpajo.
Formell es la figura más visible junto a ella, porque al tema de arrancada y Lo material hay que añadirle “Pero qué será de mí”, “Yo soy tu luz” y esa joya que es “Lo material”, que contiene toda la filosofía de una época, y que Elena convirtió en uno de sus himnos. Y hay que oírla junto al propio Formell cantando “Un diálogo”, que no está a la altura de las otras composiciones que aquí presentan al futuro creador de Los Van Van, pero que ayuda a entender una complicidad entre ambos que los une más allá del rol de compositor e intérprete.
El disco, que también se distribuyó bajo el título De mis recuerdos a través siempre del sello Areito de la EGREM es una excelente carta de presentación de esa Elena Burke que seguiría cantando tantas noches en los cabarets, teatros y programas televisivos de Cuba y más allá. Varias de esas canciones siguieron vivas en su garganta y cualquier repaso digno de su biografía musical debería volver a ellas. De la canción y la balada al shake, de la guajira a la Nueva Trova que asimiló con naturalidad y sin tapujos, esta es Elena Burke en estado de gracia. La vuelvo a oír hoy, y este álbum sigue sorprendiéndome. Este álbum, digo, y no ella, porque ella siempre lo es. Una sorpresa que se renueva en la manera en que nos permite recordar estrofas y canciones. Lo que esas canciones dicen de ella, entonces, y de nosotros, hoy y ahora.
Una broma familiar en mi casa era comparar a mi madre con la Burke, a la que su figura parecía evocar a ratos. Pero ella, que no tenía voz de contralto sino de soprano discreta, no se inmutaba con tales chistes. Elena era en esa Cuba de los 80 parte de la familia, de tan habitual que era verla o escucharla. Yo no la disfrute en vivo hasta mediados de los 90, cuando volvió de México por una breve temporada, y se dejó aplaudir en la sala del Museo Nacional de Bellas Artes, interpretando a la Valdés y acompañada por Frank Emilio.
Hoy vuelvo a sentirla cerca, en su cumpleaños, y es ella, es la madre de Malena, la abuela de Lena, y también un poco mi madre. Eso tiene la música. La música cubana, digo, que es la que mejor conozco. Nos pone a veces en ese estado de gracia donde todos nos reconocemos. Si quien la defiende como hizo siempre Elena Burke, supo ser, y es aún, la mejor acompañante.