Una película, un mito: María ¿Callas?
Como todo artista de genio, la grandeza de María Callas es un reto que se niega a ser descrito. Pero al menos pudo haberse esperado algo más que un filme resuelto con oficio.
Por Norge Espinosa Mendoza
Confieso que he preferido siempre al Pablo Larraín de El Club, El No y El Conde, a sus lujosos, lentos y conmiserativos biopics hollywoodenses dedicados a figuras femeninas. Jackie, protagonizada por una Natalie Portman condenada al susurro, y Spencer con una Kristen Stewart que parecía perdida en una imagen de Lady Diana con resaca de Crepúsculo, me resultaron letárgicas y excesivas en su metraje y el tono lacrimoso que insistía en lo mal que el mundo había tratado a dos mujeres que amén de muchas circunstancias adversas, también llegaron a ser algo más que tema de portada de revistas e íconos de la moda.
Ahora el chileno ha estrenado en Netflix su biopic sobre la gran cantante Maria Callas (1923-1977), y todo lo que me temía me ha sido devuelto en escala debidamente operática. Incluida su efectividad contra el insomnio, porque la película tiene dosis somníferas de lo que sospechaba en esas dos horas de metraje.
Quien quiera conocer en una gran pantalla la verdadera identidad de la Callas, puede regresar al excelente documental que estrenó Tom Volf a partir de cartas y fraternos de diarios de la Diva que cambió ante muchos espectadores la dimensión de la ópera. Fanny Ardant, que le dio vida en ese pequeño desastre bienintencionado que Franco Zefirelli dirigió bajo el título de Callas Forever, se redime ahí leyendo esas palabras de María, la mujer que sobrevivió a la pobreza de la infancia, los rigores de la guerra, el desdén de su madre, que sólo la apreciaba porque sacaba partido de la voz de su hija, y se reinventó como la esbelta soprano que nada tenía que ver con la joven gorda y de espejuelos gruesos de su juventud, a costa de rigor, trabajo duro y sacrificios en pos de ser esa suerte de Ave Fénix que resurgió para ganar una nueva vida en sí misma y para la ópera. Ese documental –Maria by Callas- revela aristas y distintas maneras de entender ese conflicto esencial en su existencia: la mujer que vivía en el escenario, La Callas, y Maria, la mujer que esperaba tener una familia y una vida sencilla lejos de esos aplausos, y que nunca consiguió.
Larraín apela al rostro cincelado de Angelina Jolie para aludir algunas cosas de todo eso, pero sin llegar al fondo trágico de tales acontecimientos. Jolie se viste como la Callas, se peina como ella, intenta llegar a los agudos que esa mujer en sus últimos meses de vida, con solo 53 años, ya no puede alcanzar; se retuerce en el intento, pero queda hundida en el trasfondo melodramático del proyecto.
Callas nunca tuvo de sí misma una imagen tan cercana a la lástima por sí misma, y la promesa de un retorno triunfal siguió siempre en su mente, aunque la gira final junto a Giusseppe di Stefano confirmó a todo el mundo que esa voz ya había desaparecido. Parafraseando a un célebre escritor: Angelina Jolie ha hecho los gestos de la Callas pero la Callas no ha llegado. Y no porque la actriz no lo intente con dignidad y alcance, acá y allá, a evocarla ciertamente. El problema está en un guión que avanza a ritmo soporífero, expositivo, didáctico y plagado de golpes de efecto y lugares comunes, que no la ayuda definitivamente.
“Vengo a ser adorada”, dice esta Callas, una frase que María hubiera evitado. Entrevistada por un joven periodista (el recurso más banal y repetido para dar arrancada a un biopic) pasa por momentos de su pasado (fotografiados en blanco y negro, vaya qué originalidad) y canta en escenarios vacíos, como si en esas óperas que protagonizó no hubiese más personajes que ella: un recurso elemental para subrayar su grandeza, su don extraordinario, y que ofrece los momentos más acartonados de todo el filme. Lo mejor de la película viene de su relación con Bruna y Ferruccio, sus fieles criados, y con Aristóteles Onnasis (Haluk Bilginer), el hombre que amó y que la dejó plantada para casarse, vaya ironía… precisamente con Jackie Kennedy. Los diálogos aspiran a una trascendencia que sólo acompaña al empaque de una dirección de arte que procura siempre el plano más lujoso, pero que falla en llegar al corazón realmente de la Callas, esa mujer cuyas cenizas no conocieron descanso hasta que se esparcieron en el mar Egeo.
El melodramatismo impera, y ese el grave problema de esta María. Podemos pensar que sí, que el director ha elegido obviar otros pasajes esenciales de su vida: su transformación física, su relación con Visconti, Pasolini o el propio Zeffirelli, su rivalidad con la Tebaldi, las demandas de las que fue objeto, su coqueteo fatal con la jet set de la mano de Elsa Maxwell, su problemática coexistencia con agentes y managers, su paso por la dirección escénica o el magisterio, su trabajo con directores como Bernstein, Prêtre o Serafini… Quien conozca su vida extrañará tal vez todo eso, y se asombrará de ciertos atrevimientos que no están confirmados por sus biografías precisamente. Concentrado en esos días finales, Callas alucina, recibe a este periodista llamado Mandrax: el mismo nombre de uno de sus medicamentos (vaya metáfora simple) y nos deja en ese ámbito en el cual lo real y el delirio se mezclan como en una ópera que no acaba de arrancar los grandes aplausos que se esperaban de su final, por mucho que esa Callas desgañitándose en un Visi d’arte casi póstumo pretenda detener el tráfico de la calle Georges Mandel.
Lo que aportó María Callas a la ópera, al arte, a la vida de quienes la admiramos y escuchamos con fervor, es un elemento acaso inefable: un regalo tan extraordinario como frágil, un color que en su belleza incluye el dolor del cual emana. Como todo artista de genio, su grandeza es un reto que se niega a ser descrito. Pero al menos pudo haberse esperado algo más que una película resuelta con oficio, con una fotografía y edición que más allá de su misión cumplida no alcanza mucho más, y se queda en ese límite de lo “arty” que tiene que ver más con museos deshabitados que con un retrato veraz de una personalidad estremecedora. Es difícil, pero no imposible lograr eso: pensemos en como Marion Cotillard dio vida a una Edith Piaf memorable en La Vie En Rose, no hace tanto tiempo.
En homenaje a su centenario, también llegó a los cines, el pasado año, uno de los grandes conciertos de Maria Callas: el de su debut triunfal en la Ópera Garnier de París. Digitalizado, restaurado y colorizado, ese documento la elevó a un nuevo tipo de contacto con su público, y demostró la vigencia de esa voz única, rara en su timbre pero insuperable acaso en su intensidad dramática. En sus mejores momentos, esta película de Larraín se acerca levemente a ello: un revival retocado de la noción operática con la cual la Callas vivió algunas anécdotas. Y en sus instantes más débiles, nos recuerda la gira del holograma que hace no tanto quiso revivificar y sacar más dinero del mito de la cantante más célebre de su tiempo en un incómodo juego de espejos y tecnología, sin lograr repetir el prodigio que ella ofrecía en vida.
“Ya no puedo obrar milagros”, asegura aquí Angelina Jolie en su caracterización de la Callas, por la cual recibirá sin dudas nominaciones y aplausos, y acaso premios despistados. Esta película tampoco consigue ese prodigio que tal vez sea verdaderamente inalcanzable: retratar a una mujer que fue más que un rostro memorable, una voz que atraviesa el tiempo para negar la muerte y el olvido.