Dos miradas críticas a José Martí: el ojo del canario
La película José Martí: el ojo del canario (2010), de Fernando Pérez, está suscitando comentarios desde todos los signos, posturas ideológicas y credos estéticos, en Cuba y en el extranjero.
Como sucedió hace cinco décadas con La Rosa Blanca (1953), del realizador mexicano Emilio Fernández, El ojo del canario no podrá eludir la controversia. Tratándose de una figura mito como el prócer cubano, no es de extrañar la ola de opiniones generadas por esta coproducción cubano-española, aún cuando su exhibición internacional apenas comienza. En Miami, donde aún no se ha visto, las escasas referencias al filme han impulsado ya programas radiales de debate y un libro severamente crítico del historiador martiano Carlos Ripoll.
Durante el XXXII Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, el pasado diciembre, la película se alzó con ocho premios, entre ellos el galardón a la mejor dirección. Además, los miembros de la crítica cinematográfica nacional lo seleccionaron como el mejor estreno cubano del 2010.
CaféFuerte le da la palabra a dos conocidos comentaristas cinematográficos, el crítico Alejandro Ríos, conductor del programa La Mirada Indiscreta (AmericaTeVe-Canal 41), y el escritor y sicólogo Roberto Madrigal, un inveterado cinéfilo, fundador de la revista Término y residente en Cincinnati.
DISECCION DE UN DELIRIO CUBANO
Por Alejandro Ríos
Fernando Pérez ha dejado saber en una entrevista que: “No quisiera tener ningún dogma, no solo en mi carrera como cineasta, sino en mi vida. Uno tiene que estar abierto siempre a la duda, a escuchar al otro, a rechazar todo fundamentalismo o dogma”.
Pérez conoce en carne propia la desintegración que marca a numerosas familias cubanas. En la isla permanecen sus hijas, que mucho han influido para su identificación con grupos de jóvenes creadores, mientras en los Estados Unidos vive su hijo.
José Martí: el ojo del canario es una versión libre de la vida del patriota e intelectual cubano desde su temprana infancia hasta los 16 años, cuando fue condenado a trabajos forzados por el gobierno colonial español. Forma parte de un proyecto continental donde han sido abordadas, cinematográficamente, las vidas de próceres independentistas.
En Cuba, cuando la crítica especializada aborda la película, suspicazmente, ha preferido irse por la tangente y sólo escribe y habla de las virtudes formales y espirituales del filme, que son encomiables, sin atreverse a especular sobre su lectura contemporánea, ambigüedad cultivada por los directores valiosos y valientes del otrora cine de los países socialistas, abundantes en metáforas y dobles lecturas. Aunque modernizando esta estrategia, Pérez no ha tropologizado sus comentarios políticos sino que ha preferido hacerlos obvios.
Hay dos momentos específicos de El ojo del canario, una airada discusión en la escuela de Rafael María de Mendive, sobre el término democracia y la respuesta de Martí a sus verdugos, grupo de ancianos barbados y decadentes, durante el juicio donde es acusado de apóstata, que resumen la ira de los jóvenes en una sociedad que no los toma en cuenta para decisiones importantes, ni los deja desarrollarse libremente.
Los diálogos puestos en boca de los personajes para ambos casos, recuerdan las pocas veces que representantes de la juventud cubana han podido emplazar a la gerontocracia gobernante y atenerse a las consecuencias.
Ni decir que la dividida familia de Martí, la encabeza un padre autócrata, funcionario del gobierno español, y la madre sacrificada y sobreprotectora que deben lidiar con la supervivencia de sus cuantiosas hijas en un país abundante en injusticias y desigualdades sociales y políticas, así como con los arranques de la especial sensibilidad del varón de la parentela, un soñador inadaptado y hasta extremista capaz de desdeñar sus lazos filiales en pos de precoces ideales independentistas.
Mediante este ardid argumental, el director aprovecha para subrayar cuán dañino ha podido ser esa suerte de delirio revolucionario preconizado por Martí, desde temprano, para el equilibro y la serenidad que faltan al desarrollo de los acontecimientos históricos cubanos.
En esta incursión fuera de su filmografía personal (recordemos que El ojo del canario forma parte de un proyecto convocado al efecto), Pérez prefirió hacer dejación de la gramática experimental de obras precedentes, a favor de un melodrama seco, sin música, que impele a la comunicación más inmediata, a veces sensiblera en algunos personajes estereotipados, pero con suficiente fuerza dramática y ambiental para resultar verosímil.
Hace unas horas el historiador de La Habana, Eusebio Leal, en conversación rocambolesca con intelectuales de la isla, ha elogiado El ojo del canario, que enlaza de manera absurda y voluntariosa con el documental El Mégano, considerado el comienzo del cine revolucionario cubano antes de 1959. En su ditirambo se limita a decir que el filme de Fernando Pérez es “bello”.
Un usurpador del ideario martiano, el dictador Fidel Castro, con tiempo libre para elucubrar sobre el fin del mundo, nada ha dicho sobre esta aproximación distinta al Apóstol que engatusa como su precursor.
Amaury Pérez, entrevistador oficial de la cultura cubana, le debe una a Pérez en su programa de televisión.
Como solían ser los abrazos del poeta Roberto Fernández Retamar, señales de estabilidad o desgracia para intelectuales cubanos, hay que estar atentos a los gestos que circunden la futura divulgación y distribución de José Martí: El ojo del canario.
UN CINE MUY VIEJO CON UNAS AMBICIONES ENORMES
Por Roberto Madrigal
Con José Martí: el ojo del canario, Fernando Pérez ha filmado una biografía de Martí entre los nueve y los 17 años, que a pesar de la repetición de eventos significativos en la vida del joven, hilvanados con una plúmbea gravedad que nos hunde en la butaca, tal parece que la única respuesta del futuro “apóstol” a sus experiencias formativas, es el susto.
Al menos asi hace actuar a los dos actores que lo encarnan: Damián Antonio Rodríguez de niño y Daniel Romero ya de adolescente. Ambos, sobre todo el Martí niño, se pasan la película timoratos y sin apenas articular algún sonido. En parte es una bendición, pues no hay nada menos espóntaneo y afectado que un niño en el cine cubano.
En opinión de muchos, Pérez ha sido ungido para ocupar la silla vacante de Gran Cineasta Cubano, disponible y disputada desde la muerte de su anterior y único ocupante: Tomás Gutiérrez Alea. Tras un par de películas tecositas y olvidables (Clandestinos y Hello Hemingway), giró hacia un cine de corte vanguardista con un buen mediometraje (Madagascar), pero a partir de ahi intentó subir la parada y realizó tres largometrajes cada uno más insoportable y pretencioso que el anterior, me refiero a La vida es silbar, Suite Habana y Madrigal, todas envueltas en un afectado hermetismo y repletas de manerismos narrativos seudo-artísticos y semi-intelectualizados, con retazos y despojos de la Nouvelle Vague, el neorrealismo italiano y el cine sociológico de Ermanno Olmi.
Con Jose Martí: el… apuesta esta vez a un cine convencional, de narrativa lineal y bien explícita, pero como siempre parece querer añadir un toque elitario a su obra, tiene secuencias que, por su montaje escénico, parecen sacadas de fragmentos de películas de Miklos Jancso. Su tentativa de desmitificar la figura de Martí, algo teóricamente loable, se limita a mostrarnos tímidamente cómo Fermín Valdés Domínguez lo enseña a masturbarse y como después el propio José continúa por su cuenta, pero son unas pajas tan tristes que uno siente lástima por el controlado onanismo martiano.
El nivel técnico de la película (fotografía, vestuario y ambientación histórica) es excelente, pero el guión parece escrito por sordos, que obligan a los actores a declamar unos diálogos almidonados que, para cubanizarlos, tienen que recurrir a una mal encajada mala palabra que termina sonando soez y gratuita. A partir de ahi, las actuaciones son por lo general muy deficientes. Exceptuando a una agradablemente contenida Broselianda Hernández en el papel de Leonor Pérez, los demás parecen actuar en una telenovela (lo cual no es muy lejano a la realidad, Rolando Brito, que no está mal como Mariano Martí, se formó en las telenovelas cubanas, pero su papel está hecho de extremos, se pasa la cinta entre iracundo y llorón).
Pérez también retoma del cine húngaro y polaco de los setenta, el utilizar la excusa del contexto histórico para “denunciar” la situación actual. En varios momentos se habla de la necesidad de la democracia y se monserga contra la opresión de los colonialistas, pero este enfoque ya demodé, necesita de una excesiva lectura contextual, intratextual e intertextual para que tenga alguna resonancia y cualquier afán de protesta se vuelve así paniaguado. Aquí también parece obsesionado porque se le entienda y termina cayendo en un didactismo pueril que le quita cualquier gracia posible a la película.
En fin, lo que le sobraba a Titón de humor, lo tiene Fernando Pérez de solemne y de paternalista. En resumidas cuentas, con unas pretensiones viscontianas de gran cine histórico, Pérez ha hecho un filme viejo y envejecido.
Blog Diletante sin Causa, de Roberto Madrigal