Cuba: El tedio revolucionario
¿Y qué pasó por fin con la carta que escribiera Miguel Diaz-Canel al papa Francisco el pasado enero, donde anunciaba la excarcelación de 553 personas, en consonancia con “el espíritu del Jubileo Ordinario de 2025?

Por Orlando Márquez*
Quince años atrás tuve la oportunidad de involucrarme en el proceso de diálogo que permitió la excarcelación de 53 prisioneros políticos, de aquellos 75 que habían sido condenados en 2003 y cuyas esposas, madres, hermanas e hijas, habían luchado con heroicidad durante siete extenuantes años reclamando su liberación. Solo ellas saben lo que padecieron y soportaron.
La oportunidad me la dio el fallecido cardenal Jaime Ortega, tal vez el principal protagonista del lado de la Iglesia, por su insistencia y empeño en procurar un diálogo más productivo con Raúl Castro.
Aunque la Iglesia estuvo abierta desde el inicio a la posibilidad de un diálogo auténtico, con Fidel Castro, no fue posible. Desde el principio estuvo claro que el Comandante no aceptaba el menor cuestionamiento de sus decisiones revolucionarias, siempre más importantes que cualquier otra. En otras palabras: Si piensas como yo, eres revolucionario y por tanto no cuestionarás; si no piensas como yo, eres contrarrevolucionario y no hay nada de qué hablar.
Los encuentros oficiales que Fidel Castro sostuvo con líderes religiosos -incluidos obispos católicos- en algún que otro momento que consideraba necesario, servían para dos cosas fundamentalmente: responder él personalmente a viejos reclamos para los cuales la Oficina de Asuntos Religiosos del Comité Central del PCC no tenía respuestas o tenía orden de no autorizar; o para exponer sus criterios definitivos.
Sirva como ejemplo la Pastoral “El Amor todo lo espera”, de 1993. Buena pieza de magisterio episcopal, cuyos orígenes están en una carta privada que los obispos habían dirigido a Fidel Castro un par de años atrás, en la que alertaban sobre la necesidad de introducir cambios en la vida nacional ante el evidente deterioro que comenzaba a dañar a los cubanos. No la he visto personalmente, pero me consta que la respuesta del carismático comandante fue furiosa, airada, con total desprecio a sus autores y dando un portazo al diálogo.
Es verdad que después se produjo la visita de Juan Pablo II en 1998, porque así lo demandaba el cálculo político de Fidel Castro, quien en 1990 había retirado la invitación que enviara antes al Papa. Pero después de la visita se cerró el paréntesis, se inició la “tarea partidista” de despapizar el país, se reforzaron los controles y Cuba no se abrió al mundo. “¿Y Fidel Castro no cambia?”, preguntó Juan Pablo II a varios obispos durante un encuentro posterior en Roma, años después de su visita a Cuba. La respuesta, obviamente, fue negativa. El Fidel-fiel-a-sí-mismo, mantuvo su tediosa intransigencia revolucionaria, temeroso de que el mundo se abriera a Cuba.
Es normal, y evangélicamente sustentado, que la Iglesia persista en el diálogo como el camino más apropiado para la solución de los problemas sociales, aunque no siempre se logre. Porque el diálogo, a diferencia de la confrontación y la guerra, humaniza los procesos y enaltece a sus participantes, lo cual puede generar resultados más satisfactorios para todos. Pero hay una exigencia éticamente superior que motiva a la Iglesia -y debiera motivar a los cristianos en general- cuando procura el diálogo auténtico con el otro: la capacidad de perdonar por adelantado, o no tener en cuenta el mal recibido cuando se busca un bien superior, porque el propósito es dejar atrás la confrontación. Y esto no debe interpretarse como un borrón histórico, porque precisamente el mal causado puede ser motivo de crecimiento y reencuentro. Sin perdón mutuo, sin reconocimiento del daño causado al otro y sin aceptación de la responsabilidad propia, no es posible un diálogo auténtico. Y no es necesario ser cristiano para perdonar o aceptar el perdón, o simplemente reconocer el error propio.
Pero perdonar definitivamente, o aceptar el error y el daño cometidos, no es precisamente lo que se trasmite y hereda en los “genes revolucionarios”. La Revolución cubana de 1959 fue concebida -en secreto- y manifestada -cuando el poder estaba asegurado- de acuerdo con el manual duro del leninismo y el estalinismo, donde el marxismo dejó de ser lo más importante.
No es extraño que, después de tantos reclamos y cartas apelando a la buena voluntad para liberar presos políticos, los herederos responsables de la tragedia cubana mantengan las mismas fórmulas de negociar beneficios externos usando a los presos como si no fueran seres humanos. Echan a suerte quién sale primero, quién sale después y quién debe esperar hasta el próximo capítulo.
En el proceso de excarcelación que tuvo lugar entre 2010 y 2012, la cifra de beneficiados superó ampliamente el número de los 53 que se había pensado inicialmente, porque solo el gobierno cubano sabe en realidad cuántos presos por razones políticas -no solo los miembros de algún grupo conocido- hay en Cuba. Y cuando España no aceptó más, ni uno más salió de prisión, ni para su casa. Algunos están todavía en prisión.
Así sucedió con la excarcelación anunciada en enero pasado: el regreso de Cuba a una “lista de países que colaboran o patrocinan el terrorismo”, según los criterios de la administración de turno en Estados Unidos, volvió a cerrar la puerta carcelaria a centenares de cubanos acusados de contrarrevolución por quienes definen la Revolución.
¿Y qué pasó con la carta que escribiera Miguel Diaz-Canel al papa Francisco en enero, donde, según la declaración oficial del MINREX cubano, anunciaba la excarcelación de 553 personas, en consonancia con “el espíritu del Jubileo Ordinario de 2025 declarado por Su Santidad” y “la naturaleza justa y humanitaria de los sistemas penal y penitenciario” de Cuba? En esas palabras de seudo-converso nada sugiere que la excarcelación estuviera vinculada a Estados Unidos. Tampoco en las que continúan: “Mantenemos con el Vaticano y el Sumo Pontífice una relación respetuosa, franca y constructiva, lo que facilita decisiones como la recién tomada”. ¿Entonces? Nada. Ya pasó y ahí quedó: palabra de revolucionario.
Palabra tediosa, aburridamente cruel, molesta y pesada, que hastía y desoxigena el país. Es el tedio del discurso revolucionario y sus actos, sus retratos retocados y sus uniformes anacrónicos, sus reuniones y decretos reciclados, sus leyes injustas, sus proyecciones de escasez y apagones, sus falsedades económicas, sus enemigos necesarios y su resucitación ingloriosa del periodo especial. Tedio que prioriza la vigilancia a la producción de alimentos; la destrucción de las ciudades antes que permitir el emprendimiento privado; el mismo que atenta contra la familia y considera a los presos como piezas de un juego mezquino. Hay una tediosa agonía revolucionaria iniciada por sus propios creadores y apuntalada hoy por sus panzudos y fantasmagóricos herederos, quienes no pueden hablar de un futuro mejor, sino de la liturgia sin brújula contenida en un seboruco.
Porque han convertido el ser “revolucionario” en una aburrida ánima errante, habitante de un purgatorio donde se camina en un círculo constante y tedioso, mientras rumia el mantra autocomplaciente para no ver la desgracia que ha creado. El tedioso fantasma revolucionario cubano vive atento a su oscuro ombligo, como si esperara volver a nacer y poder escuchar, una vez más, el aplauso del mundo.
*Fundador y ex director de la revista Palabra Nueva de la Arquidiócesis de La Habana. Reside en Miami. Este artículo apareció en el blog Otra Palabra y se publica en Café Fuerte con el consentimiento expreso del autor.