The Brutalist: El monumental peso de un sueño
Este filme es un análisis doloroso de la asimilación o su imposibilidad, de ese paisaje norteamericano donde los extranjeros han dado mucho de lo mejor de sí, levantando nuevos mausoleos y templos, para seguir siendo considerados ciudadanos de segunda.
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Quise esperar a verla en la pantalla grande, y es francamente lo que recomiendo. The Brutalist aspira a ser admirada en esa dimensión, próxima a los anhelos de su protagonista, el arquitecto húngaro-judío László Tóth que llega a Estados Unidos de América tras el infierno de la Segunda Guerra Mundial, y es recibido por esa imagen invertida de la Estatua de la Libertad que define en buena manera lo que el director Brady Corbet se ha propuesto con este filme de dimensiones casi épicas, y que se añade a esa útil línea de obras que discuten a fondo el sueño americano, y que ahora mismo, en estas circunstancias tan turbias en las que se agita el mundo, resultan de doble provecho.
The Brutalist quiere ser una obra de largo aliento, y más allá de su extensión en pantalla que ronda las casi cuatro horas, ciertamente lo consigue. Nos devuelve a ese ámbito en el cual el cine se confirma como una narrativa que tras beber y tomar de todas las artes, noveliza en imágenes el peso efectivamente brutal y monumental de algunas de nuestras utopías y pesadillas.
Adrien Brody vuelve a escapar del Holocausto, como había hecho de la mano de Roman Polanski para obtener con The Pianist su primer Oscar, y no es de dudar que acá repita ese triunfo. Su interpretación es el hilo de Ariadna que nos conduce a través de pasillos, salones, túneles y laberintos mientras intenta recuperar su oficio de arquitecto, en lucha constante con el maltrato, la humillación no siempre solapada a la que le somete su mecenas americano (Harrison Lee Van Buren, interpretado por Guy Pearce) y las dinámicas del capitalismo real.
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Convertir una vieja biblioteca en un espacio de luz y modernidad deslumbrante será su primer reto, y tras ello, recibirá el encargo mayor: un centro comunitario en honor de la madre de su patrocinador, que él imagina coronado por una cruz luminosa y también invertida en su reflejo. La fe, el dinero, el impulso creativo, y las tensiones de una familia deshecha por los ecos del nazismo, se mezclan una y otra vez en esta saga, en la cual Felicity Jones encarna a Erzsébet, la esposa de László, como una pieza esencial a la hora de poner fin a una relación cada vez más tortuosa, que se hace más insufrible mientras más altos son los muros que su esposo imagina para el inconcluso centro comunitario.
Tras lo que podría leerse como la fábula aparente de The Brutalist, asoma un espejo mucho más sombrío de su verdadera intención. Brady Corbert y su coguionista y esposa, Mona Fatsvold, se toman tiempo para revelarnos todas las aristas posibles de sus personajes fundamentales, y a través de ellos, revelar de paso la hipocresía y el rostro verdadero de un mundo donde todo se negocia.
El drama gana su propia escala monumental mediante el trabajo fotográfico del inglés Lol Crawley y la edición del húngaro Dávid Jancsó, gracias a los cuales lo que vemos en pantalla nos hará evocar momentos del cine europeo más respetado, hasta llegar a las alucinantes secuencias filmadas en Carrara, donde se justifica a plenitud la demanda del director que quiso rodar la película en VistaVisión, un proceso empleado por Cecil B. de Mille en The Ten Commandments (1956) y por Alfred Hitchcock en Vértigo (1958), para dar una mayor definición a la imagen y aprovechar al máximo las posibilidades de la gran pantalla.
La resurrección de ese procedimiento, que emplea película de 35 mm que corre de forma horizontal en la cámara y que había quedado olvidado, permite a The Brutalist explorar al máximo sus ambiciones visuales, pero también ayuda a acercarnos a la interiorización de su argumento. El filme tardó varios años en ser concebido y finalmente aprobado en todos sus detalles, postergándose varias veces su rodaje, y ello también lo realza ante sus espectadores, como un ejercicio en el que su director guió contra tantos obstáculos a todo el equipo hacia ese punto crucial y neurálgico del que emana su historia: el debate entre un ser humano y sus fuerzas creativas contra un mundo que planea manipularlo y usarlo apenas como una herramienta que le permita exponer un esplendor que se resiste a cualquier crítica. Y eso es, esencialmente The Brutalist: un espléndido y contundente ejercicio crítico sobre el ser humano, y sobre las propias limitaciones que ha creado alrededor y dentro de sí mismo.
Entre los puntos a favor y trabajados a conciencia por el director y su coguionista, está el de evitar presentarnos al protagonista, al tiempo que inspirado en la vida de diseñadores y arquitectos de renombre que también emigraron al otro lado del Atlántico (Breuer, van der Rohe…), como una figura inmaculada. László será siempre un inadaptado, que además es un adicto a la heroína y casi pierde a su esposa por su apego a la droga, y que nunca se siente cómodo en ese ambiente de la América rica y anglosajona que lo ve siempre como una víctima o un inmigrante que se niega, como sí hace su primo, a “convertirse” al nuevo contexto. Prefiere gastar su dinero oyendo jazz, rodeado de afroamericanos, o junto a su amigo anarquista italiano, porque entre ellos respira más a gusto y no tiene que guardar formalidades que lo agobian, La llegada de su esposa y su sobrina devienen llamados de conciencia, que lo devuelven una y otra vez a preguntarse quién es realmente. Y es a su mujer a quien se lo dice crudamente: aquí nos toleran, nunca nos han querido aquí, antes de revelarle el abuso mayor al que lo sometió Van Beuren. The Brutalist es un análisis doloroso de la asimilación o su imposibilidad, de ese paisaje norteamericano donde los extranjeros han dado mucho de lo mejor de sí, levantando nuevos mausoleos y templos, para seguir siendo considerados ciudadanos de segunda o tercera categoría.
Sería injusto cerrar esta recomendación a ver The Brutalist sin mencionar la música de David Blumberg, que consolida muchas de las atmósferas de esta obra, o su cuidado diseño de producción y dirección de arte. Con menos de $10 millones de dólares, el filme contó con capital norteamericano, húngaro y británico, y en una época donde se gasta muchísimo más en películas condenadas al olvido inmediato, esta viene a recordarnos que lo que importa siempre en el cine es su historia, y el ojo preciso que elige cada plano, cada intención y sobre todo, qué dejarnos ver/leer entre líneas.
Y si en ese sentido opino que la segunda parte no es tan intensa ni tan firme en su narrativa, y que The Brutalist bien podría ahorrarnos casi media hora sin perder su esencia, es indiscutible saludarla como un triunfo cinematográfico, una película que, continuando la estela de The Citizien Kane, entra con el bisturí en el corazón de la Nación Americana, sin los sentimentalismos al uso, y halla en esa maniobra carente de remilgos su propia escala de lectura.
Ya sé que es una frase común, pero me parece válida repetirla aquí: con una obra como esta puede recuperarse cierto grado de fe en el cine. Incluso, más allá de los premios y nominaciones que ha obtenido: ese efecto de moda que no siempre implica un respeto perdurable hacia lo que una obra nos muestra. Ya sé, también, que por desgracia muchos de los amigos cubanos que esperan verla con ansiedad no podrán hacerlo en la manera en que he podido disfrutarla. Espero que la impresión que a mí me causó no desmerezca, de cualquier modo, el encuentro con The Brutalist: es de lo mejor que he visto este año, y en algún tiempo.
En medio del desierto circundante, del ahogo de agendas y discursos, del vacío de la historia y la amenaza que pende ahora mismo sobre la propia Historia, The Brutalist nos coloca ante viejas y siempre necesarias preguntas, incluso por encima del favor o no que tengamos hacia lo que nos narra y cómo lo narra. He debido seguir pensando en ella por varios días tras haberla visto, acudiendo a fuentes y referencias que me permitan entender mejor de qué manera Corbet ha retratado a su protagonista, ese sobreviviente de Buchenwald.
En una hora en la que todas y todos somos ya sobrevivientes de algún golpe, pandemia o mal que ya nos aturdió o nos acecha, The Brutalist nos invita, también, a calibrar, a sopesar, a definir a partir de nuestras biografías el precio de cada sueño, que en la pantalla se nos deja ver como una imagen intencionadamente invertida.