Leonardo Padura: Ir a La Habana o el alma en pena de una ciudad perdida
El más reciente libro de Padura salió al mercado en septiembre de 2024 y se agotó en su primera edición. Estuvo por 10 semanas entre los más vendidos en España y figuró en numerosas listas de los libros del año.
Por Javier Figueroa
Me falta La Habana y a La Habana le falto yo.
Manolín, El Médico de la Salsa
Ir a La Habana, el libro más reciente de Leonardo Padura, es un libro de viaje. Lo insinúa el título del texto. Si voy a La Habana, es porque me estoy situando en un territorio fuera del lugar al que quiero llegar. ¿Y qué es “La Habana” en este viaje? ¿Quién es el sujeto que transita hacia ella, y por medio de ella y desde dónde se va a ese destino?
Para quien no está familiarizado con la vida en la capital cubana, “ir a La Habana” es una forma de expresión muy común entre los capitalinos cubanos con la que quieren señalar que se dirigen al centro de la ciudad, al lugar en el que se llegó a concentrar la mayor actividad comercial, económica, política y hasta cultural de Cuba. Sin embargo, para Padura la fórmula es solo un pretexto para llevar a sus lectores por el territorio habanero que él ha conocido a lo largo de su existencia, su ciudad, su Habana. Padura es, por lo tanto, el “viajero” que hace el recorrido y quien se sirve de su literatura para ir dibujando el viaje.
Pero Padura no se satisface con presentarle al lector una descripción física y estática del espacio urbano por el que transita y habita, sino que también quiere compartir la metamorfosis acaecida en la ciudad y de la que él ha sido testigo. Ir a La Habana, por lo tanto, es un viaje testimonial a través de un territorio y del tiempo. La ciudad, como el propio autor y sujeto del viaje, tiene una vida.
No obstante, aunque Ir a La Habana es un libro de viaje, no es un texto que se pueda asociar con el turismo, al menos no en el sentido popular de ese término. El turismo se vincula con el ocio y el placer, con el descanso y la aventura. El texto de Padura está muy lejos de satisfacer la búsqueda del recreo y la diversión. Ir a La Habana es un libro duro y desgarrador. Si el famoso poema “Itaca” de Constantin Cavafi propone el disfrute del viaje, el de Padura evoca, más bien, a una Divina Comedia, pero al revés. Mientras que el florentino Dante Alighieri invita al lector a transitar por el Infierno y el Purgatorio para llegar al Paraíso, Ir a La Habana se mueve desde un posible y prometido Paraíso hacia el Infierno junto a una estancia apresurada por el Purgatorio. Disfrutar, en el sentido lúdico no es quizá el verbo más adecuado para caracterizar a este libro de viaje.
Es indispensable advertir que este libro es una suerte de mapa que contextualiza la literatura de Padura en el tiempo y el espacio, y que reafirma la sensación de desencanto que el autor expresa a lo largo de sus novelas.
El viaje comienza en la periferia habanera, en el barrio de Mantilla en donde Padura nació en 1955. Y aunque el foco del relato se concentra en la era revolucionaria iniciada en 1959, el autor toma en consideración los años, los siglos, que constituyen el origen y desarrollo tanto del núcleo urbano habanero como de las memorias que otros fueron dejando sobre la vida en la ciudad. A ese equipaje Padura le añade su propia experiencia de momentos y vivencias que le van llevando por un proceso de asimilación de lo descubierto y a la posterior posesión del territorio explorado, desembocando, muchas veces, en el extrañamiento o “ajenitud” que le produce la metamorfosis sufrida por la ciudad a lo largo del tiempo.
Los primeros recuerdos que Padura tiene sobre la capital cubana y que se remontan a su niñez cuando él ha “ido a La Habana” junto a sus padres. Es una memoria que corresponde a finales de la década de los 50 y los primeros meses de los 60. Son “recorridos infantiles” por una Habana aún republicana, pero que desde 1959 comienza a transformarse con los vientos huracanados de la era revolucionaria. Es el tiempo en que la ciudad ha alcanzado un “esplendor luminoso”, circunstancia que el autor no olvidará a pesar de las transformaciones que impone el nuevo régimen.
Cuenta Padura que de Mantilla se “apropia”, sobre todo, mediante el béisbol, deporte que practica con sus amigos en cuanto rincón del barrio se hace disponible para el disfrute del juego. La pelota también contribuye a lograr un cierto desplazamiento fuera de los límites mantilleros, algo que ocurre al acudir con su padre, con su tío y después con sus amigos al Gran Stadium de La Habana, situado en el Cerro. Su horizonte territorial se amplía durante la década de los setenta. En 1971 ingresa en el preuniversitario ubicado en La Víbora, reparto habanero aledaño a Mantilla, y en 1975 comienza a familiarizarse con El Vedado al iniciar sus estudios superiores en la Universidad de La Habana.
Padura afirma que “alguien ha dicho que si El Vedado no existiera, los habaneros deberían correr a inventarlo. Sin El Vedado el rostro de la capital de la isla se exhibiría sin un ojo”. Él que conoce Padura es un Vedado que está cambiando, pero donde todavía encuentra vestigios del pasado, sobre todo en la vida nocturna que sobrevive en el eje formado por La Rampa y que quedó retratada, de manera “imborrable” en la novela Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante.
Para esa época ha tenido lugar un acontecimiento que sacude profundamente la sociedad cubana y muy particularmente a la capital. Se trata de la llamada “Ofensiva Revolucionaria”, que eliminó lo poco que quedaba en Cuba de propiedad privada. El afán fue crear la sociedad comunista y formar, dentro de ella, al “hombre nuevo”, objetivos incompatibles con las memorias del “subdesarrollo” que aún subsistían y que se quisieron borrarse. El experimento fue fallido pero quedaron huellas en la ciudad.
La vida profesional de Padura se inició en la década de los ochenta como parte del staff de El Caimán Barbudo, revista cultural de la Juventud Comunista. Allí se dedicó a la crítica cultural hasta que lo transfieren a Juventud Rebelde, diario del mismo organismo político. El cambio fue un “castigo” por “problemas ideológicos”, causados por mencionar en la publicación a un destacado bailarín y maître (Joaquín Banegas) que “no se podía mencionar”. Sin embargo, fue una oportunidad para que él pudiera profundizar en su conocimiento de La Habana.
Su discernimiento sobre la capital, que para entonces se transformaba en una “ciudad socialista”, fue, en parte, físico pues abarcó, por demanda de la profesión periodística, zonas que como Marianao, Regla o Casablanca no estaban incorporadas a su “mapa de prospección personal”. Pero fue también un “viaje” hacia el interior del entorno habanero, pues tuvo “la posibilidad, la necesidad, de sacar del fondo de la historia, de las memorias, de los olvidos incluso, decenas de las crónicas, tramas, leyendas, mitos que recorren vertical y horizontalmente la existencia de la ciudad, desde su fundación hasta el presente”.
El advenimiento de los años 90 es un nuevo punto de inflexión para Cuba, para su capital y para Padura. La desaparición de la Unión Soviética y de gran parte del bloque socialista desencadenó, entre otras cosas, el estallido de una grave crisis en la economía cubana. A la vez, los principios ideológicos que sostenían la idea de una revolución en Cuba comenzaron a desmoronarse. Es dentro de esas circunstancias, las mismas que permiten “la decadencia física y espiritual del espacio urbano”, cuando Padura opta por hacer de la literatura su profesión y crea al personaje que le permitirá compartir con el mundo sus vivencias habaneras en tiempos del “Período Especial”. Ese personaje no es otro que el policía Mario Conde a quien Padura hace recorrer “casi toda la trama urbana”.
El recorrido que lleva a cabo Padura por esa Habana que va descubriendo e interiorizando, esa Habana que sigue un camino de deterioro físico y espiritual, esa Habana que es víctima de tantas cosas como la pandemia del COVID, los huracanes, el rechazo a la apertura sugerida por Barack Obama, las sanciones del presidente Donald Trump y la mala gestión de sus gobernantes, esa Habana de una creciente y obscena desigualdad, va gestando en el autor de Ir a La Habana un sentimiento de “extrañamiento” o “ajenitud”. Para Padura “el deterioro habanero hace aparecer una ciudad ajena”.
La metamorfosis que cuenta Padura se puede apreciar a través de los fragmentos de su obra literaria que se van insertando a lo largo de todo el texto. Es un ejercicio que sirve también para darle un contexto histórico a la narrativa del autor. Cada incorporación literaria está directamente relacionada con el momento y lugar de la historia habanera que es examinada. De esta manera se logra una retroalimentación entre lo que ha ido sucediendo a lo largo del “viaje” paduriano y lo que Padura ha escrito a través de su vida.
La segunda parte del libro, que el autor caracteriza como “complemento necesario” y que está constituida por textos periodísticos escritos “desde la década de 1980 hasta casi ayer mismo”, le da al lector la oportunidad de enfrentarse a parte de la materia prima que ha servido para engranar la esencia del “viaje” propuesto en Ir a La Habana.
“Mi pasado perfecto” es, por ejemplo, el texto que lo inicia todo, es el origen, tanto de Leonardo Padura Fuentes como del mundo que le apasiona y escribe. Así, la crónica sobre el Malecón habanero sirve como telón de fondo para hablar de un espacio democrático dentro de una sociedad que se aleja del igualitarismo socialista como consecuencia de la estratificación provocada por los cambios en marcha. Con “La Rampa”, que ejemplariza el desplazamiento de la ciudad hacia la vida moderna, Padura habla de cómo la mala economía y “otras desidias” le han robado a la ciudad ese espíritu de modernidad. En otras crónicas, como las que se ocupan de El Calvario, Casablanca o el Barrio Chino, o aquellas que hablan de personajes históricos como los músicos Chano Pozo o el Chori, o, inclusive, la que se refiere al célebre proxeneta habanero Alberto Yarini y Ponce de León, Padura le deja al lector unas memorias nobles que aluden a la humanidad de lo que fue La Habana y que resultan amargas cuando se contrastan con la imagen de la ciudad hoy día.
Padura comienza su viaje, el libro, confesando que la escritura de Ir a La Habana ha resultado para él “un ejercicio de exorcismo” que es, a la vez, un “canto de amor a la ciudad en la que nací y vivo, escribo y padezco, al sitio del mundo al que pertenezco”. Se entiende, entonces, que Padura sea un escritor habanero. El problema, sin embargo, es que la ciudad ha cambiado, se ha transformado radicalmente. Es verdad que muchas ciudades cambian a lo largo del tiempo, pero pocas, como le sucede a la capital cubana, transmutan su perfil como resultado de un deterioro; un empobrecimiento que ha afectado no solo el físico de la ciudad y la vida cívica, sino que también ha comprometido lo que pudiera llamarse la naturaleza de lo que es La Habana.
“La Habana -lo define Padura- poco a poco dejaba de parecerse a La Habana”. El propio autor toma conciencia de esa radical metamorfosis y del efecto que tiene sobre él cuando al final de su “viaje” termina el libro con la siguiente reflexión: “Y mi sentido de pertenencia sufre con ese proceso que me hace preguntarme incluso si alguna vez, de tan ajena y por momentos hasta tan hostil, de tan desfigurada y con el alma en pena, yo también dejaré de sentir que La Habana es todavía mi ciudad”.
¿Iré a La Habana?
Ir a La Habana salió al mercado en septiembre de 2024 y se agotó en su primera edición. Estuvo por 10 semanas entre los más vendidos en España y figuró en numerosas listas de los libros del año. Actualmente tiene una segunda edición, y está ya a la venta en las librerías de América Latina y Estados Unidos, excepto en Cuba. Próximamente el autor realizará una gira promocional por México, Colombia y Panamá.