Los ochenta de Fernando Pérez
Fiel a la vocación cuestionadora de su cine, el realizador nos ha querido demostrar que de nada vale realizar la mejor película, si las personas que las hacen tangibles no se conectan con los dolores de quienes padecen la Historia.
Por Juan Antonio García Borrero
Como la mayoría de las personas que hoy saben quién es Fernando Pérez (La Habana, Cuba, 19 de noviembre de 1944), yo también llegué a él a través de su cine, y específicamente, a través de Clandestinos (1988). Aquel resultó su debut en el campo del largometraje de ficción, luego de una amplia labor en el ICAIC, primero como analista cinematográfico, y más tarde asistente de producción y dirección, realizador de documentales y hasta corresponsal de guerra en Angola.
Clandestinos se ha convertido en una de las películas más populares del cine cubano de todos los tiempos, y la escena final donde Luis Alberto García (hijo) abraza a Isabel Santos antes de entregarla viva a los esbirros, ha devenido icónica en nuestro imaginario fílmico.
Pero el cine de Fernando Pérez muy pronto comenzaría a dejar atrás la exposición transparente de las historias que contaba, para apostar por una sostenida vocación experimental. Y esa experimentación no solo se aprecia en el uso de un lenguaje audiovisual que obliga a que el espectador salga de su pasividad habitual, para obligarlo a redescubrir una realidad que tiene frente a sí (aunque ya no ve por la costumbre), sino en el diseño de personajes que rehúyen el estereotipo, o el retrato binario donde solamente aparecen buenos-buenos contra malos-malos.
Mis dos películas preferidas de Fernando Pérez son Madagascar (1993) y Suite Habana (2003). En las dos logro reconocerme como uno de esos tantos cubanos que todavía camina por la vida persiguiendo hacer realidad sus propios sueños, y sabiendo que lo importante no está en la meta, sino en el camino.
Si algo se esfuerzan en mostrarnos las películas de Fernando es la dignidad de aquellos que, incluso en la derrota, no dejan de encarar el desafío de vivir: ¿quién no recuerda el informe final de Suite Habana donde cada uno de los personajes habla de lo que es su aspiración personal?, ¿quién no se estremece aún con la imagen de la anciana Amanda, la vendedora de cucuruchos de maní que al final de su vida dice ya no tener sueños, y, sin embargo, allí está luchando hasta el final de sus días?
Debo decir que a estas alturas lo que más admiro en Fernando Pérez no es su talento para hacer películas que nos estremecen, habilidad que fuera reconocida cuando le entregaron el Premio Nacional de Cine en 2007. Para mí Fernando es el último representante de una tradición que fue la que desde su misma creación convirtió al ICAIC en paradigma de un arte crítico a través del cual los cineastas en realidad eran intelectuales que, entre otras cosas, hacían películas.
Esa tradición, representada por Alfredo Guevara, Tomás Gutiérrez Alea, Julio García Espinosa, o Humberto Solás, por mencionar algunos, se encargó de construir la infraestructura sobre la que todavía descansa el cine nacional, pero fue también más allá, permitiendo que los artistas intervinieran cuando fuera necesario en la esfera pública, mientras defendían con argumentos los diversos puntos de vista.
¿Cuándo comenzó a extraviarse esa tradición que mantuvo a salvo la autonomía del ICAIC transformando a esa institución en algo único?, ¿cuándo las películas se convirtieron en el fin olvidándonos que estas en realidad han de ser medios para ayudar a cambiar la vida de quienes las miran, y también de quienes las hacen?, ¿cuándo se hizo evidente que entre aquel ICAIC fecundante y el de la actualidad hay una brecha cada vez más insalvable?, ¿cuándo dejó de importarnos el cine como espejo que puede ayudarnos a crecer?
Son preguntas complejas que solo el tiempo se encargará de concedernos las respuestas correctas. Pero mientras tanto allí está cumpliendo ochenta años, el último representante de esa tradición intelectual que ahora mismo corre el peligro de desaparecer en Cuba. Y está arribando a esa edad que para la mayoría de los seres humanos viene a ser como el anuncio de un merecido descanso, incorporando a ese gran legado cinematográfico que quedará para las generaciones venideras el ejercicio de un pensamiento crítico que no teme el debate público.
Esto es quizás lo que no le perdona el poder político y cultural a Fernando Pérez en estos mismos momentos. La defensa que desde hace diez años viene haciendo de la Asamblea de Cineastas Cubanos, y a la cual considera la más legítima representación de los intereses diversos del gremio, puede darnos una idea del radical compromiso que tiene Fernando Pérez, no con su cine, sino con la responsabilidad cívica que adquiere cualquier creador cuando advierte que en sus manos está la posibilidad de someter a juicio todo aquello que los poderes se empeñan en decir que está bien.
Fernando hubiera podido permanecer en su zona de confort. Probablemente habría obtenido recursos para realizar nuevas películas. O pudiera estar viviendo de lo que casi todo el mundo repite (“es el cineasta cubano vivo más importante”). Y hubiese seguido recibiendo homenajes, aplausos, y nuevos premios honorarios.
Sin embargo, Fernando ha preferido mantenerse fiel a la vocación cuestionadora que tiene su cine. Nos ha querido demostrar que de nada vale realizar la mejor película en términos estéticos, si en verdad las personas que las hacen tangibles no se conectan con los dolores de quienes padecen la Historia. Nos ha dicho, y nos sigue diciendo, que las utopías solo adquieren sentido cuando hablan de los sueños individuales concretos (los sueños de la gente que vive el día a día), no de los que generalizan una única manera de ser y renuncian a las diferencias, a la complejidad en nombre de una falsa identidad.
De allí su permanente denuncia de los males que generan el autoritarismo, la censura y la exclusión, o el triunfalismo que solo toma en cuenta lo que un determinado Poder quiere escuchar. Y es por eso también que ningún cineasta cubano de la actualidad ha logrado conectarse como él con los más jóvenes (esos que, como nosotros alguna vez, se parecen más a su tiempo que a sus padres), ya fuera a través de las Muestras de Nuevos Realizadores que dirigió, o sencillamente, mostrando su empatía.
Lo reitero una vez más: Fernando Pérez no es un cineasta a secas; sus películas no son solo películas.
Es su vida la que está siendo la gran película que todavía no ha terminado de filmar.