Ciudadano Alea

Es bueno tener a Titón (y a otros intelectuales críticos) siempre a mano. Te ayudarán a sentirte menos solo. Pero sobre todo, te ayudarán a entender que el pensamiento verdaderamente crítico nunca se rinde.

Ciudadano Alea
Tomás Gutiérrez Alea (1928-1996). Foto: ENDAC.

Por Juan Antonio García Borrero

Hoy festejamos un nuevo cumpleaños de Tomás Gutiérrez Alea (1928-1996). Yo todos los días converso con Titón. Me lo imagino en estos tiempos, luchando por sus ideas, combatiendo las ideas más retrógradas, acompañando a los cineastas, polemizando.

Es bueno tener a Titón (y a otros intelectuales críticos) siempre a mano. Te ayudarán a sentirte menos solo. Pero sobre todo, te ayudarán a entender que el pensamiento verdaderamente crítico nunca se rinde.

Titón sigue aquí, entre nosotros: ya seas cineasta, crítico, o espectador, estés de acuerdo con él o no, es un referente insoslayable no solo para la creación cinematográfica, sino para el pensamiento crítico.

La primera vez que Tomás Gutiérrez Alea pensó en filmar el argumento de Guantanamera (1995), estaba muy lejos de presentir que éste habría de ser, a la postre, su última cinta. Aquello fue a mediados de los años ochenta. Acababa de ganar con Hasta cierto punto (1983) el premio principal del Festival de La Habana, y tras escuchar en televisión un discurso de Fidel Castro en contra del burocratismo, pensó que podría resultar atractivo (y útil) filmar una comedia de enredos, donde se ridiculizara a estos personajes que ya él había fustigado antes en La muerte de un burócrata (1966).

Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío (de espalda) durante los rodajes de Guantanamera.

De acuerdo con Titón, el primer guion escrito por Eliseo Alberto fue entregado al ICAIC el 18 de abril de 1986. Al principio el proyecto se titulaba Contra su voluntad, pues a Titón le había gustado la inscripción que leyó en una de las lápidas del cementerio y que decía: “Aquí yace/ contra su voluntad/ Fulano de tal”. Por otro lado, el episodio del cambio de cadáveres ya lo había utilizado en Las doce sillas (1962), pero por razones dramatúrgicas lo eliminó en su momento, en tanto “alargaba la presentación y confundía la línea principal de la narración”. En los ochenta, el tono del proyecto encajaba con aquel conjunto de películas que estrenó el ICAIC en la década, y que gozara de tanto respaldo popular.

Por suerte, el éxito mundial de Fresa y chocolate (1993) le facilitaría filmar una nueva película. Y tal vez la intuición de que podía ser su última oportunidad fue lo que lo impulsó a jugarse la última carta con Guantanamera. Para entonces, y frente a la enfermedad incurable que padecía, el estoicismo parecía haberse instalado en su ánimo. A su amigo e investigador de su obra José Antonio Évora le comentaría que,

“(…) la muerte es lo más natural de la vida. No es la catástrofe, sino el punto final que desde el principio estaba en el programa. Cuando la ves cerca puedes llegar a la desesperación o a la gran serenidad, que es lo que creo haber alcanzado en alguna medida”.

Se trata, según Titón, de “hacer una limpieza en el campo de tus intereses y de tus valores, a quedarte con lo que realmente vale la pena, pues ya no dispones de tanto espacio vital. Se dice muy fácil, pero ese proceso atraviesa momentos de depresión en los que te sientes desvalido”.

Si no se tiene en cuenta este momento de crisis interior por el que atravesaba Gutiérrez Alea en el instante de emprender junto a Juan Carlos Tabío la filmación de Guantanamera, es de esperar que la cinta termine siendo percibida como algo menor. Casi un divertimento de feria, en tanto es real que su eficacia tragicómica se agota demasiado rápido, debido a una historia previsible y redundante, en la que (y eso es raro tratándose de Titón) no abundan los matices. 

A diferencia de sus mejores películas, esta no disimula el interés por asumir ese rol cuestionador que la prensa en Cuba no realiza, quedando en evidencia el montaje de situaciones que no fluyen con naturalidad, sino que parecen ordenadas “con el fin de demostrar que…”.

Al final, quizás lo mejor sea retener a Guantanamera como el filme en que su director cerró su ciclo de reflexiones sobre uno de los temas existenciales que más le obsesionaría: la muerte. O mejor decir: su propia muerte. Recordemos que es por esa misma fecha que Titón comenta:

“(…) Lo que uno ve claro cuando se enfrenta al final de la vida es la propia vida de uno, pero desde una perspectiva nueva. Empiezas a reparar en lo maravillosa que debía ser, y que es, en muchos aspectos, y lo frustrante que es no haberla vivido plenamente. Porque se pierde tanto en pequeñeces, en agresiones estúpidas, en todas esas cosas que nos lastiman inútilmente, y no tendría que ser así. La vida podría ser más hermosa, más plena, si se la llenara de esas maravillas que tiene, como el afecto… Pero la convertimos en un infierno con las guerras, la política; esa estupidez tan grande que es la política, que nos hace perder tanto tiempo…”

Tal vez, para algunos, el que habló así fue un Alea agobiado por la enfermedad, y que como Cándido (el personaje anciano de Guantanamera) llegó a cansarse de dar cabezazos contra el muro. Sin embargo, hay mucho de optimismo trágico (para decirlo en el lenguaje de Nietzsche) en esa actitud postrera de Titón. O quizás pueda apreciarse aquí el mismo ánimo que llevara a Raymond Aron a afirmar alguna vez: “Perdí la fe, pero he guardado, no sin esfuerzos, la esperanza”.

La inserción de la bellísima leyenda de Oloffi en torno a la inmortalidad, que ya había intentado introducir en Hasta cierto punto, provocando las suspicacias de Alfredo Guevara, la presencia silenciosa y purificadora de Iku (encarnada por la niña Suset Marberti), nos permite vislumbrar la voluntad de enfrentar ese momento decisivo que es la muerte del individuo, con una serenidad y al mismo tiempo desenfado, que vale toda la película.

Pareciera que en Guantanamera, a pesar del supuesto “realismo explícito” de la historia, Tomás Gutiérrez Alea no le estuviese hablando en verdad a sus contemporáneos. Mirándola bien, la película parece una última confesión en tono de choteo ilustrado. O una entrega irreverente del testimonio de una vida y de una muerte a espectadores lejanos que algún día enjuiciarán, no a la película, sino a esa condición insular en que se inspira aquello que intenta representar. Único modo de explicar por qué, a pesar de todo, todavía nos sigue convocando.

*Este artículo fue elaborado por su autor a partir de un fragmento de la biografía aún inédita de Tomás Gutiérrez Alea, titulada Ciudadano Alea.  

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