Del breve tiempo deslumbrado de Alejandro Fonseca
Por Michael H. Miranda
Ya lo había dejado escrito, prefigurado en algún poema, quizás en más de uno: “Me costaría emprender un viaje (…) mi cuerpo comienza a separarse”, pero ahora es una realidad tan cruel y cruenta como todas las realidades funéreas. Un poeta siempre avizora la muerte, la suya en primer orden, porque sabe que algo seminal contiene ese oficio. Y ahora ha llegado su turno, la despedida de Alejandro Fonseca.
La mañana del pasado sábado 7 de febrero nos trajo la dolorosa noticia de su deceso a los 60 años en Miami y a mí me dio por pensar que no debería ser yo quien escriba estas líneas, sino cualquiera de sus muchos amigos, más íntimos que yo, la mayoría de ellos de allá de su natal Holguín. Y no sé si aquellos escribirán algo, probablemente sí, quizás lo hagan en el periódico de la provincia, ese donde era tan difícil, casi imposible, que se animaran a publicar una entrevista con él y que ahora ni se enteran de que ha dejado de existir una de las voces más singulares de esos tiernos, devastados lugares.
Pero no le regalemos a la relativa intimidad de una amistad el ejercicio de una evocación para quien supo ser leal no solo a la poesía, sino también a esa amistad, íntima o no. Unos y otros llevamos ese dolor hacia adentro, no importa demasiado si con mayor o menor intensidad, e igualmente sentiremos que algo nos falta y que comenzaremos a extrañar una conversación, un tono de voz, un mensaje que llega de improviso vía Facebook o mensaje de texto para decirte: “Mándame tu dirección, Michael, que quiero enviarte mi nuevo libro”.
Fiel a la memoria
Alex, a veces solo Ale, como le decíamos, tenía un sentido del humor intolerable para órganos de prensa partidistas. Pero sobre todo tenía memoria y capacidad para ser fiel a esa memoria. Su obra pertenece a un momento particularmente notable de la poesía cubana escrita en el oriente del país. Su primer libro, aquel breve cuaderno titulado Bajo un cielo tan amplio, se publicó en 1986, tras ganar la primera edición del Premio de la Ciudad de Holguín ese mismo año.
Pero para que llegara ese momento, los escritores cubanos debieron padecer y arrastrar el sombrío fardo de los años 70, con su carga de parametraciones, censuras, delaciones y registros domiciliarios, también éxodos, como el del Mariel en 1980, y en el que la simple condición de poeta te colocaba bajo sospecha. Incluyan en ese rosario de carencias todo lo que implicaba vivir en provincias, de donde escasamente salía una noticia, una denuncia, una llamada de auxilio. Nadie que haya nacido, como Alex, en 1954 y aspirara a hacer literatura, quedaba al margen de esas aptitudes del Estado, a no ser que te sumaras a éste y enarbolaras los rigores de una libertad tan irreal.
Semanas antes de emigrar a Estados Unidos, nos encontramos en una calle de Holguín y me dijo que cierto amigo, fustigando su decisión de emigrar, le había señalado: “Allá no vas a poder escribir más poesía”. A lo que Alex respondió: “Por la poesía también me voy de Cuba, bastantes problemas que me busqué por ella”. Y sin embargo, ya en Miami, donde residía desde mediados de los años 2000, su lealtad a la poesía nunca quedó en duda, pues llegó a publicar en Estados Unidos tantos poemarios como en la Isla: Ínsula del cosmos (Ego Group Inc, 2006), La náusea en el espejo (Bluebird Editions, 2009) y Golpe en la sombra (Eriginal Books, 2014), así como una selección de poemas de sus libros anteriores titulada De un tiempo deslumbrado, 1986/2009 (Editorial Silueta, 2011).
Trabalenguas de Reinaldo Arenas
Ante la realidad de su muerte, recordé los muchos momentos que compartimos tanto en Holguín como en Miami. Fue Alex el primer escritor al que di a leer mis primeros poemas, aquellos que yo consideraba, digámoslo así, publicables. Parco en elogios como era, no debió decirme más que un “están buenos”. Pero supe que le gustaron porque desde entonces no dejamos de encontrarnos y conversar.
Ya él había dejado de beber alcohol desde hacía algunos años -“es que ya había tocado fondo”, me dijo una vez; “entre una culpa y otra anduve las fronteras de la ebriedad”, escribió también en un poema dedicado a su mujer, la actriz Maricela Espinosa-, se había integrado a los Alcohólicos Anónimos y mantuvo su abstinencia hasta el final, como comprobé la última vez que visité su apartamento en agosto pasado. Pero siempre contaba anécdotas de cuando bebía y yo le decía que su memoria era “alcohólica, pero no anónima”.
Ese domingo de verano, rodeado de amigos como estaba, me mostró unas tarjetas de cartulina azul con unos textos mecanografiados. “Son los trabalenguas de Reinaldo Arenas”, me dijo, y yo les saqué fotos con mi teléfono mientras imaginaba al poeta Delfín Prats, cuyo joven rostro sonriente nos miraba desde una foto en blanco y negro en una pared, diciéndolos todos de memoria con esa misma risa de quien hace algo pícaramente ilícito.
Poeta de intuiciones
Era un poeta de intuiciones, de adjetivaciones sorprendentes, que gustaba de las formas breves, y reconocía sus deudas con la mejor herencia de la poesía coloquial bajo la cual se formó el lector que de joven fue. Pero el Alex que me gusta recordar es aquel que no blasonaba de los libros que había escrito ni pretendía nunca abrumar con los que había leído. También aquel que fue siempre capaz de reinventarse: cuando era mecánico y tornero de una fábrica de combinadas cañeras y se hizo poeta; cuando dejó de beber; cuando salió de Cuba hacia Miami y creó su propio negocio de arreglos y diseños de exteriores e interiores de casas.
Sus numerosos amigos colmaron las redes sociales de mensajes de condolencia desde varias partes del mundo: México, España, Venezuela, Canadá, su natal Cuba, y por supuesto Estados Unidos. Sin embargo, hasta el momento en que escribo esto, los medios de la Isla han guardado silencio, como confirmando el fatum del exiliado.
Quienes le conocimos no podemos sino regocijarnos por su amistad, su compañía y sus libros, la presencia más real que nos deja. A ellos pertenecen estos dos poemas tan definitorios de su estética. Sobre todo el primero de ellos, me hace viajar a los años duros de los noventas, y volver a escucharlo en su voz y en el eco de un auditorio que se lo sabía de memoria y lo repetía entre las columnas de aquel viejo caserón de la UNEAC de Holguín, que hoy sabemos ya no existe más.
Buey
A la memoria de César Vallejo y Rubén Darío.
Todos hemos tenido nuestro buey
animal tendido a lo ancho de la tierra
de ancestral, de calmosa baba
el que vimos con lento paso
cruzar por los frescos yerbazales.
Lunas se esconden en sus ojos de bestia
y el fácil junto a él escuchar
cómo resbalan las aguas
entre piedras y malvados insectos
y el sueño siempre trastornado
por el ir y venir de vagones
fríos al tacto de la mano.
Ahora la casa permanece distante
apenas su luz es un asombro para la noche.
Ahí estará la familia bajo apacible techumbre
y casi al unísono dirán: fue muy cruel el verano.
En el otro extremo, no sé si serán
fantasmas o lomas lo que veo
historias disimiles, botijuelas encontradas
como regalo de algún muerto
voces, fuego bajo la ceiba, la oscuridad
única espada cortando la memoria.
El abuelo de seguro murió por estos campos
inconclusa fue su vida, risueño su rostro
a pesar de no sé qué espanto contraído.
Pero él también tuvo su buey
(monstruo riguroso)
de tan increíble mansedumbre.
Cuervo
Aléjate cuervo
aleja de mi piel tu pico punzante
ya no eres el pájaro gracioso
que pueda posarse en la mano del hombre
como animal de fina suspicacia.
En un tiempo graznaste
por el frío de otras estepas
en el árbol donde los caminos se tuercen.
Por donde a veces en silencio
regresa la derrota.
Y en este cielo tus alas se abrieron
engañosa pirueta
dejando una mancha
fronteras que a gritos
pedían tu oscuro insomnio.
Ahora aléjate cuervo
aleja de mi piel tu pico punzante.