Lichi, con el corazón sobre la tierra

Lichi, con el corazón sobre la tierraPor JUAN CARLOS SANCHEZ

– Cuando falleció Tomás Eloy Martínez, el autor argentino de Lugar común la muerte, García Márquez dijo: “¿Cómo se va a morir, si es el mejor de todos nosotros?”. Eso fue lo que pensé cuando recibí hoy la noticia de la muerte de Eliseo Alberto, Lichi, mi hermano mayor, como a él le gustaba llamarme.

Para visitar su casa, en la calle E, en el corazón del Vedado, sólo tenía que caminar desde la mía unos metros, donde resistían aún algunas casonas señoriales, de un solo piso, con grandes ventanales enrejados y un marchito jardín con rosas, buganvilias y enredaderas, construidas a principios del siglo XX.

En una de aquellas casas de novelas de James Joyce había siempre en la terraza, balanceándose cronométricamente en un típico sillón cubano, tan antiguo como él, un viejecillo menudo con expresión de pope ruso, absorbido por el libro que sostenía entre sus manos, mientras que sus finos labios cataban con placer una pipa de tabaco humeante.  Aquel abuelo misterioso y fantasmal era el poeta Eliseo Diego, su padre, suspendido en su existencia sobre el abismo del tiempo.

Amigo de sus amigos y esclavo al culto de la palabra, Lichi me convirtió en un cómplice examinador de sus novelas y guiones cinematográficos, un ejercicio de amistad y de creación artística que sólo quedaría roto por la herida infinita del exilio.

La última vez que nos vimos fue en Tenerife. Él residía en México desde 1990, país en el que buscó en su paisaje, los paisajes de su alma errante.

Su cara de niño travieso, sus grandes manazas de campesino metropolitano capaces de desmenuzar con tanta delicadeza una metáforas de Antonio Machado como un soneto de Nicolás Guillén aparecieron infaliblemente en las mesas de un restaurante de Santa Cruz donde cenamos, entre nubes de un humo que él mismo expelía por un rinconcito de la boca que ya avisaba la falta de aire de los campeones.

Recuerdo que hablamos inevitablemente de nuestra isla común, y recuerdo que al final de todo, con la mirada extraviada, agarrado a la vida por esa luz que buscó siempre para entender las cosas más allá de los extremos, me dijo: “JuanCa, Cuba será libre sólo cuando los cubanos, los que gobiernan y los que decidiremos quiénes nos gobiernen, dejemos de vomitar odio y seamos capaces de sacar el egoísmo fuera de nosotros”.  Sospecho que ese sueño cívico que le acompañó siempre y que él asumió con la nobleza auténtica con que adornaba su carácter, permanecerá siempre vivo entre nosotros, aunque ahora su voz herida se acabe de apagar.

Tolerante consigo mismo y con los otros, Lichi era de una aterradora indefensión, y de una escritura poética, explícita y coloquial, que le sirvió para escribir ensayos, artículos y novelas magistrales, en las que casi siempre fundió sus dos grandes pasiones: la literatura y el cine. Su largo ensayo testimonial Informe contra mí mismo, crucial para entender la Cuba de los últimos 50 años, forma parte de lo mejor que ha dejado este intelectual honesto que siempre soñó con su regreso a Cuba, pero no al precio de guardar el silencio de los cómplices.

Tenerife, Islas Canarias, julio 31 de 2011

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